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Al pico del Arenal desde Cogeces del Monte

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Se trata de una excursión por los páramos y valles de Campaspero y Peñafiel. Planicie casi perfecta encima de la capa caliza, y vallejos modelados por la acción del agua y del tiempo. La excursión no era más que dar una vuelta, sin rumbo fijo, pasando por Oreja, Langayo y poco más. Pero al llegar al pico o vértice geodésico del Brujo vimos a lo lejos dos mogotes, picos o tetones que sobresalían de la rasante de la paramera. Eran el pico del Arenal y el del Otero, cual dos hermanos bien avenidos.

Ahí tenemos que subir otro día, dijo uno

¿por qué no hoy?, contestó otro. Y allá que fuimos.

Iglesia de Molpeceres

Se levantan a 905 y 903 m de altura, encima de Molpeceres y sobre el arroyo que viene de Fompedraza, frente al pico del Moño, del que los separa un tajo de 100 m de profundidad. Es un buen lugar para observar el entramado de páramos, cerros y picos que se yergue sobre el Duero, el Duratón y sus arroyos. O para observar los buitres que anidan y descansan en sus verticales paredes de caliza. Abajo, Molpeceres con su hermosa iglesia, parece dormir la noche de los tiempos. O del tiempo contemporáneo, mejor dicho.

A este pico llegamos desde Fompedraza. El último tramo estaba impracticable debido a que los cardos, con las abundantes lluvias de primavera y las tormentas de verano se han crecido, y no respetan ni al ciclista -pinchos en los puños- ni a su burra, pues llegan a hacer resbalar la cadena sobre los piñones, al meterse por medio. La bajada -en directo hasta la iglesia de Molpeceres- fue casi vertical. Pero puede decirse que nos fue parando la maleza para no desplomarnos por el tremendo cantil. O casi.

Cantiles de los buitres bajo el pico del Arenal

¿Qué más? Pues que para estar a 21 de julio hacía un agradable día. Nada de calor. Brisa fresquita en los páramos. En el valle, si te parabas, notabas también fresco al cabo de un rato. Sol al comenzar; se acabó cubriendo a media excursión. Pues eso: nos pareció una agradable jornada de finales de abril.

Salimos de Cogeces en dirección sur buscando la mítica cañada de la Yunta. La acabamos encontrando después de cruzar campos en los que se cosechaba bien cebada, bien ajo. Y nos llevó hasta los restos de Oreja que se encontraban como en los últimos 40 años pero llenos de maleza. Las piedras de los muros están unidas como por un cemento especial que las hace mantenerse si los humanos no actúan para llevárselas como ocurrió, por ejemplo, no muy lejos de aquí con la Pared del Castro. También nos acercamos a la fuente de Oreja, que manaba como pocas veces, en un valle que parecía haberse olvidado de entrar en la estación veraniega.

Oreja

De nuevo a rodar, esta vez cuesta abajo, hasta la fuente de Vacentollo, entre el camino y un campo de cereal bien cuajado. Bella estampa en otro húmedo vallejo.

Otro poco más y llegamos a Langayo. Parada en la fuente de tres caños y en el humilladero del Cristo y salida, cuesta arriba, hasta los corrales del Brujo, ya arriba. Y de nuevo ante la amplitud del cielo. Nos acercamos al vértice del Brujo para contemplar mejor el paisaje. Retomamos por unos metros la cañada de la Yunta y nos desviamos hasta el embalse de Valdemudarra.

Embalse

Sus aguas estaban de ese color entre verde y azul que tanto contrasta con las tierras pardas y amarillentas del páramo. Dulcifican el paisaje austero -y más en verano- de Castilla. Por eso, es un descanso para la vista. Pero no hacía calor, ya lo hemos adelantado, y a pesar del ejercicio ciclista, no apetecía el baño. En la superficie saltaban las carpas y nadaban -con sus crías- fochas y patos de diferentes especies. En lo más alto, un águila real parecía vigilarlo todo.

Bajamos por el valle del embalse hasta un crucero donde tomamos la colada de Pajares en dirección sur, con una breve parada en los majuelos de la Asperilla para visitar los restos de una cuca casita de servicio que todavía conserva en sus paredes los resultados de algunas vendimias de mediados del siglo pasado con simpáticos dibujos.

Aquí podemos ver los resultados de la vendimia de 1953 en la Asperilla: mayoral, Rufo; mulero, Fernando; 9 vendimiadores; se extendió del 8 al 16 de octubre, con un día de lluvia (el 9), y se recogieron 244 comportas.

En Aldeayuso, como siempre, no dejó de llamarnos la atención el pico en forma de cuchilla que se dirige hacia el pueblo y que alberga las cuevas… pero no subimos. Nos conformamos con acercarnos a ver los restos de la vieja iglesia, construida en el siglo XVIII. Su nave está cubierta de maleza y sólo resta por caer la bóveda de la cabecera. Pero en las calles del pueblo se celebrarán, a primeros de agosto, las fiestas de los santos Justo y Pasto, titulares que fueron de lo que hoy es ruina. Es lo que queda de tiempos pasados. No le demos más vueltas.

En el Arenal

Al lado, la sencilla y hermosa iglesia de Molpeceres dedicada a la Asunción, libra una pelea a muerte con el tiempo y los hombres de nuestro siglo. Situada en un lugar inmejorable, junto a una umbría alameda y a los pies del pico de los Arenales, su entorno se ha llenado de maleza y con dificultad subimos las escaleras para acercamos a la puerta y al ábside románico. Otros detalles son góticos y la sólida torre, de dos cuerpos, completa el conjunto. Lo pasó mucho peor a finales del siglo pasado, cuando perdió toda su techumbre y fue reconstruida. Esperemos que termine por salir airosa de su personal crisis.

De Molpeceres subimos al páramo por el Camino Real Viejo, y nos encontramos con el vergel de la fuente del Cáliz, que en realidad son dos fuentes con sus manantiales respectivos, uno a cada lado del camino. Ya casi en el páramo, descubrimos otro manantial. Ya se ve que este año han surgido muchos de los antiguos hontanares.

En Fompedraza

En Fompedraza, además de visitar su iglesia, paramos en su fuente, extensa como pocas por sus amplios lavaderos. De aquí nos fuimos al pico del Arenal, como hemos visto y en Molpeceres pusimos rumbo al fin de la etapa de donde también habíamos salido. No pudimos volver en línea recta, de manera que dibujamos un zigzag en la cuadrícula de caminos de concentración, hasta que caímos en Cogeces por el barrio de las bodegas.

Aquí podéis ver el recorrido, de 65 km.


Escapada al oeste: entre el Tormes y el Sayago

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Cambio de aires, cambio de paisajes, cambio de sendas para rodar.

Ledesma es una localidad de la provincia de Salamanca bañada por el Tormes. Su paisaje está esculpido por la Naturaleza y por los hombres, por hombres de siglos pasados, sobre todo, por lo que el resultado es un lugar ideal para vivir y pasear. El Tormes esculpió en granito su desfiladero, así como la atalaya sobre la que se asienta la misma Ledesma. Los hombres construyeron una torre encima e la atalaya -la iglesia de Santa María- dos puentes de una belleza aérea inusual y dos molinos que remansan las aguas del viejo río. ¿Resultado? ¡Ledesma!

El puente Mocho, en la rivera de Cañedo (Y es que en este mar de encinas castellano/los siglos resbalaron con sosiego -M. de Unamuno- y por eso mantuvieron estos puentes la existencia)

Pero ahí no nos íbamos a quedar, de manera que nos lanzamos a rodar por el trazado de lo que fue una calzada romana, luego camino y cañada medieval. Al parecer, unió las ciudades de Miróbriga y Ocelo Duri. La calzada atraviesa un agreste monte de encinas, con grandes piedras graníticas a flor de piel y no mucho pasto, pues la arena silícea es pobre en nutrientes y no mantiene la humedad.

De repente, caemos hacia la rivera de Cañedo, que el camino salva mediante un espectacular puente, el puente Mocho. Al igual que la calzada, su existencia es un misterio. No se sabe la quién lo construyó, ni la fecha, ni el por qué de su nombre (¿tal vez estuvo mucho tiempo mocho, sin pretiles?) ni qué servicio daba exactamente… Pero no es normal encontrarse con un puente así, construido por auténticos ingenieros, en un lugar tan perdido y desolado. Perdido hoy, claro. Lo cruzamos en silencio y admiración, asombrados de su misma existencia y, cuesta arriba, seguimos nuestro camino.

En la dehesa

De nuevo entre encinas, abriendo y cerrando portillos, pues el camino sigue abierto pero hay ganado suelto que debe protegerse. El primer ganado con el que nos encontramos, en Valdelasviñas (de viñas, nada), es una alegre piara de cerdos, que primero se espantan al vernos pero luego acuden a ver si cae algo.

A partir de ahora, hasta llegar a nuestro destino en Santiz, vamos a abrir y cerrar un montón de cancelas ganaderas en medio de los caminos y veredas de estos campos. Portillos de todos los tipos y con los sistemas de cierre más variados y originales que uno puede imaginarse. Pero no los vamos a describir aquí, pues no nos dedicaríamos a otra cosa. Otra peculiaridad repetida son las charcas en las que se almacena el agua destinada a abrevar al ganado. Suponemos que muchas de ellas con tencas, pero no lo comprobamos.

Fuente de Valcuevo, en Moraleja

Por fin, salimos a campo abierto en el que pasta ganado, esta vez vacuno, que nos contempla con su natural curiosidad y, al poco, estamos en el caserío de La Samasa, en un pequeño valle. Un poco más de campo adehesado, pastizales y monte y nos presentamos en Moraleja de Sayago. Si algo hemos de destacar aquí son sus fuentes, de las denominadas romanas, construidas en bóveda con grandes bloques de granito. Si nadie las toca, creo que van a aguantar hasta el fin del mundo, por mucho que quede aun.

Y otra vez a rodar entre ganado vacuno y, también, cabrío. Vamos elevados sobre la rivera de Moraleja, lo que nos permite ver en toda su profundidad y anchura el valle del mismo nombre. Grandes encinas aisladas, cada una podada de manera diferente, pero siempre con arte, también nos acompañan en nuestro rodar hasta que nos introducimos en un monte de encina especialmente denso; en algún momento la maleza pretende pararnos pero no lo consigue.

El castillo

Después de cruzar entre un rebaño de vacas y toros bravos -o eso nos pareció- nos damos de frente con el caserío de Asmesnal, otra joya escondida entre los pliegues del Sayago. Una torre del homenaje con un arco en su cima más los restos humillados ante ella de cuatro cubos es lo que queda de este castillo del siglo XV, testigo mudo de las viejas luchas con Portugal. Otro misterio, éste del Sayago. Posee también una iglesia y varias casas, una destaca entre todas por su esbeltez y blancura. Precioso lugar para vivir olvidado del mundanal ruido.

A Santiz llegamos en un santiamén y, como estamos ya un poco cansados aprovechamos para reponer fuerzas en la fuente Tejar, que posee -además de agua fresca-, mesas para almorzar, pradera para sestear y árboles que dan sombra. Y como estamos en agosto…

Alcornoque Gordo

Ya descansados, nos acercamos a saludar al Alcornoque Gordo de la Calahorra. Apoya sus seiscientos años de vida en grandes jincones de granito (colocados allá por los años 60 del siglo pasado) complementados por soportes de hierro más modernos. Y, desde luego, impresiona contemplar de cerca este tronco hueco con tantas primaveras en sus ramas.

Y ya que estamos aquí, ¿por qué no subir al mágico y telúrico Teso Santo? No sabríamos decir la razón de su magia y misterio, pero en tiempos prehistóricos fue un lugar sagrado, luego un importante cruce de caminos y hoy, casi da vergüenza decirlo, hoy, ¡un parque eólico! Pues sí, a eso jugamos en CyL, a destrozar paisajes a cambio de mordidas y a despoblar la región. Pero aquí no hablaremos de esto ni de las mil formas que existen de cerrar un portillo ganadero. En cualquier caso, ya me gustaría leer las meditaciones de Unamuno después de contemplar un molinillo de estos junto a una encina centenaria.

Charca ganadera

Después de admirar la inmensidad de los campos por los que hemos atravesado con el valle del Tormes al fondo, iniciamos la vuelta con la bajada del Teso. Por cierto, aquí no sólo abundan las encinas, también vemos alcornoques, pinos y robles de montaña, pues estamos en un lugar un tanto elevado.

La vuelta ya no es tan rica y paisajes como la ida. Atravesamos más campo abierto que dehesas. Pasamos por Palacios del Arzobispo, donde comimos las moras del moral de la plaza, y nos manchamos bien, como siempre que tocamos moras. De ahí fuimos hasta la fuente de Navalacuesta, donde un rebaño de ovejas -sin perro ni pastor- sesteaba a pleno sol, y de ahí a Añover de Tormes, a pesar de que este río se encuentra a más de 8 km.

Encinas

Nos quedaba aun cruzar por montes perdidos de encina y granito, cruzar de nuevo la rivera de Cañedo, saltar dos vallas en las dehesas -no dimos con las puertas- y caer en el cordel de merinas que nos conduciría ya en línea recta y sin sorpresas hasta Ledesma. Junto al molino, baño en el Tormes, para refresco y relajo de excursionistas, después de más de 60 adehesados kilómetros: el trayecto, aquí.

Caminos, campos y puertas

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Hace no mucho dimos un paseo por los términos de La Parrilla, Santibáñez y Traspinedo. Poco después volví por La Parrilla, y pude comprobar cómo bastantes caminos que atravesaban este término han desaparecido o están a punto de desaparecer. Y este año es especial para ello, pues al no utilizarse apenas, se añade el hecho de que se han cubierto de hierba y maleza por la abundancia de lluvias durante la pasada primavera.

Así, la subida a La Parrilla por el camino de Aldeamayor desde Casa Blanca supuso una verdadera lucha contra los elementos. Ya nadie utiliza ese camino y las altas hierbas se han adueñado de él. Algo parecido ocurre con otros muchos de los caminos que, abriéndose en abanico desde el municipio toman dirección este, hacia Traspinedo. Al principio son anchos y de buen firme pero conforme avanzan comprobamos que se utilizan mucho menos, hasta el punto que desaparecen por completo. Eso sí, se esfuman en lugares tan perdidos como hermosos, donde la tierras están delimitadas por grandes ejemplares de encina y roble. Además, abundan los corrales, las hoyas, y lo pozos abandonados, de corte tradicional -construidos más en piedra que en ladrillo- y antaño utilizados para regadío ¿de remolacha? La tierra, como en tantos páramos, toma un fuerte color rojizo.

Desaparecieron los caminos, pero a veces quedan las puertas en esos mismos caminos, o las tapias de piedra caliza que también perdieron su función. Por eso, vemos curiosas puertas en el campo, como esa que se abre hacia el monte Bayón

En fin, dentro de poco solamente quedará los nombres en los mapas: camino de la Carbonerilla, del Hoyo, de las Higueras, de Pozanos… Pero lo cierto es que este páramo es un lugar perfecto para pasear solitario y perdido, si te orientas bien, claro, y aguantas las muchas y molestas espigas que se te quedarán prendidas en los calcetines, sobre todo en verano.

Las aguas de Bercero y Berceruelo

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Bercero y Berceruelo son dos municipios que se encuentran en el extremo sur del páramo de los Torozos, en un pliegue formado por el arroyo del Molino que aguas arriba se llama de Juncos Gordos y que nace en Valdesamar, prácticamente en el mismísimo ras del páramo, en un lugar que destaca por una hilera de chopos. Y por otras cosas, como son los restos de un amplio corral, una zona pantanosa y la denominada Cruz del Pastor, levantada en memoria de un horrible asesinato.

Si Valdesamar está en la raya de Velliza y Torrelobatón, Juncos Gordos, discurre unos metros por este último término antes de llegar al de Berceruelo. Enseguida atraviesa un ramal de la cañada real leonesa, donde precisamente existe la fuente o pozo de Juncos Gordos, candada, con un buen abrevadero pintado de azul y rodeada de praderas. Es otro lugar creado por el arroyo, habitualmente verde y, por tanto, vivo. Antiguamente existió una venta para refugio de viajeros y caminantes.

Fuente de los Curas en el arroyo de Zorita

En Prados Nuevos el arroyo tiende a encajarse, de tal modo que una de sus laderas termina en la Atalaya, ya sobre Berceruelo. Nada más cruzar esta localidad recibe al arroyo de Zorita, que le llega por la izquierda. En el mismo cauce de este arroyo y a kilómetro y medio de su desembocadura está la fuente de los Curas, todavía reconocible en un ensanchamiento en el que vemos algunas piedras. No hemos visto la fuente del Almendro, un poco más arriba de la otra, pero lo cierto es que el arroyo -al menos este año- lleva agua.

El Caño de Berceruelo

Berceruelo es un pueblo pequeño, aireado, con densas alamedas, en cuesta, y con sus casas construidas en buena piedra caliza. Tan buena que tuvo dos canteras, cuyos restos podemos verlos todavía hoy, unos en el páramo hacia Velilla y otros en el páramo contrario, hacia Torrelobatón. Vemos también lo que queda -una bella y sencilla portada- de su vieja iglesia de estilo románico. También posee buenos prados, debidos precisamente a sus manantiales: cercano está el pago de Antanillas, topónimo que refiere la abundancia de aguas. Pero no hay que ir muy lejos para buscar fuentes, ya que también tenemos la fuente del Caño, recientemente restaurada y con una alameda próxima.

Arroyo del Molino

Y ahora estamos en el arroyo del Molino, que nace de la unión de los arroyos de Juncos Gordos y Zorita. Y es que, efectivamente, tuvo al menos dos molinos harineros. Uno al poco de salir de Berceruelo, como bien se puede apreciar por las enormes piedras que aun quedan de la balsa, y otro antes de llegar a Bercero, usado hoy como casa residencial.

En fin, los mayores de Bercero apreciaban el agua:

Tres cosas hay en Bercero
que nos las tiene Madrid:
la Trillona, la Perrera
y la fuente Valdecil.

La Trillona, ya la conocemos, es una fuente al oeste del pueblo, con un espléndido pilón, bien cuidada, y de la que todos los bercerucos hablan con orgullo. La Perrera fue otra fuente que estaba en la salida hacia el cementerio; hoy podemos ver en su lugar un prado cubierto de cardos con cuatro chopos, tapias de piedra alrededor y un montón de escombros. Y Valdecil ya no está en su lugar original, pues sus aguas fueron canalizadas desde la ladera del páramo norte hasta la plaza del Arrabal.

La Fuentica desde dentro. No tenía muchas mas perspectivas.

Pero hay más: a la entrada del pueblo desde Berceruelo, a la izquierda, escondida entre abundante maleza, podemos descubrir una joya: la Fuentica, típica fuente en bóveda de piedra, de las denominadas romanas. Hoy está completamente seca pero antaño no se secaba nunca, ni en el año de la sequía, como nos comentaron (que debió ser por la década de los 40 o 50 del siglo pasado). ¡Tiempos!

La Perrera

La ladera norte es especialmente húmeda. Ya comentamos la pérdida de la fuente del Cárcavo, allá por donde Delibes tuviera su último coto. En el mismo lugar, un poco más al este, estaba la de Valdecil. Y, más al este todavía, por el camino de las Regueras, llegamos a éstas, que casi se confunden con el mismo camino si no fuera por que éste se ha empedrado para que el agua no se lo lleve. Y un poco más allá, Valdelagua; su nombre lo dice todo.

En fin, ya se ve que el agua se derrochaba -y se aprovechaba- en Bercero, pero no como ahora. Además, en las afueras del pueblo vemos la muy depauperada y sucia fuente del Caño, construida en el año 1935 gracias a una canalización que viene desde la proximidades de la Fuentica. Se podía limpiar y restaurar.

En los girasoles del fondo estaba el manantial de Valdevasejo

En el valle que se dirige hacia Velilla estuvo el manantial de Valdevasejo, hoy bien seco.

Al poco de salir de Bercero, cruza la cañada Coruñesa y sale del ámbito de Torozos, y nuestro arroyo se encuentra solo ante la inmensidad de la llanura. Pero por pocos kilómetros, pues desemboca en el río Hornija precisamente en el puente de los Fierros, donde tuvo lugar la batalla de Villalar.

Valdelamadre y su nariz

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¿Quién no ha visto el teso de Valdelamadre alguna vez? Es ese que está, camino de Tordesillas por la autovía, nada más pasar Simancas, que tiene unas antenas muy visibles. En realidad son tres tesos o paramillos unidos por tres portillos, que se conocen como la Portillada. Vayamos a ello.

Podemos acercarnos desde Geria o desde Villamarciel, pero nosotros elegimos por esta vez salir desde Tordesillas, pasando junto al cerro Carricastro para luego subir al páramo por el agradable vallejo del Val y asomarnos a Matilla y al ancho valle del Duero. Bajamos a Velliza por la ermita de la Virgen de los Perales y, por la carretera de Simancas nos acercamos a nuestros tesos.

La misma carretera pasa por la primera portilla, y casi en lo más alto, tomamos el camino que sube hasta el primer paramillo, denominado de Valcuevo. Nada más comenzar la subida, vemos un mojón que conmemora un fallecimiento, el de Vicente Hidalgo, que murió allí mismo el 15 de agosto de 1925 a la edad de 67 años. La subida es tan fuerte como corta. Y empezamos a contemplar, hacia el este, la profundidad y amplitud de un paisaje que ya no nos dejará mientras sigamos por estos cerros. Arriba vemos un paramillo formado por varias lenguas de páramo, llano y cultivado. Lo atravesamos de norte a sur para bajar al segundo portillo, donde cruzamos la colada de Toro a Valladolid. Nuestro camino abraza ahora el teso que está en el medio de los tres sin subir. Y admiramos el paisaje que se divisa hacia el oeste: el Pedroso, Velliza, Carricastro, Tordesillas al fondo…

Y subimos a Valdelamadre por una pista asfaltada que utilizan las furgonetas y camiones de las empresas propietarias de las seis antenas, de telefonía móvil la mayoría, suponemos. Vamos hasta el vértice geodésico, balconada ideal para contemplar el sur, pero también el oeste y el este. O, la inmensidad del valle del Duero. O de la llanura donde se unen Pisuerga y Duero, pues si trazamos una línea imaginaria que pasa por el Taragudillo y luego por una bodega -bastante más abajo, pero todavía en terreno elevado- llegaríamos, finalmente, al punto donde se juntan ambos ríos. Además, parece como si precisamente este grupo de cerros hubiera parado definitivamente el avance del Pisuerga hacia el suroeste. El siguiente cerro hacia el oeste es Carricastro, ya desligado del páramo.

Las laderas de Valdelamadre por el suroeste son verdaderamente verticales, imposibles de bajar en bici. Y muy blancas, pues son de yeso. Pero bueno, nos tiramos por la cuerda que la une al Taragudillo, que se encuentra -como todas las laderas del teso- escalonada a causa de las plantaciones de pinus alepensis y ya estamos en esta última elevación, que más parece una nariz que le hubiera salido al mismísimo teso que otra cosa. Taragudo es un topónimo no raro en Castilla que encontramos señalando una altitud del terreno, como es el caso. Seguramente tara– y otero estén emparentados por la misma raíz.

Visto el panorama, nos dejamos caer por la rastrojera que se abre a los pies del cerro buscando el camino que nos llevará a Tordesillas. Aquí podéis ver la ruta seguida.

En el Culo del Mundo

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Si ayer andábamos por la nariz del teso, hoy nos hemos trasladado al Culo del Mundo. Pero sin saber por qué este original y maravilloso lugar se llama como se llama, pues ni se encuentra en un lugar perdido ni está lejos de localidades habitadas, sino que pertenece al término municipal de Madridanos, cerca de las localidades de Sanzoles y Peleagonzalo y se levanta bien a la vista de la ciudad de Zamora, a unos 15 km.

Bien es cierto que a diez kilómetros al sur, en el término de Venialbo descubrimos el monte de Medio Mundo, por lo que es posible que en estas tierras posea, al menos el término mundo, un significado que desconocemos. Tal vez algún visitante de este blog nos pudiera aclarar la cuestión, nunca se sabe.

Sea como fuere, los montes del término de Toro al sur del Duero concluyen, hacia el oeste, en una cuesta que acaba en el arroyo de Talanda, a partir del cual se extienden tierras de pan llevar y de cultivo en general. Pues bien allí, y más en concreto justo donde se juntan las rayas de Toro, Madridanos y Sanzoles vemos una torrentera que atraviesa precisamente el Culo del Mundo y, de alguna forma, lo vertebra. El cauce seco ha dejado al aire libre piedra caliza, mientras que en el resto de los suelos abunda la arena. Contemplamos terrenos incultos que hasta hace unos años se cultivaban, alguna pradera, carrascas e hileras de almendros. Más abajo, hileras de chopos cerca de la torrentera que habitualmente no lleva agua. Es un lugar agradable y recogido. Pero sin duda, no se le podría calificar de Culo del Mundo. Su belleza, indiscutible, tampoco destaca especialmente sobre el resto del paisaje que le rodea.

Es más, lo que verdaderamente destaca en el paisaje son los cortados que descubrimos al norte, donde la ladera deja de ser ladera para transformarse en una sucesión de impresionantes farallones. Esto nos lleva a contemplar una belleza con la que no contábamos. En el mismo Culo, ya abajo, se adivina lo que va a venir, pues aparecen unas piedras areniscas, de color anaranjado, que se han desprendido de arriba, de algún canto.

Un sendero estrecho con algunos toboganes pero de buen firme nos va a llevar por el límite más bajo de la ladera que se abre a los pies de los cortados y así los vamos descubriendo. Son de arenisca de color rojizo; según les de el sol, emitirán una tonalidad distinta. Algunos edificios de Toro, muchos de Zamora y la iglesia de Peleagonzalo -que acabamos de ver- están hechos con este tipo de piedra, elegante, colorida y muy fácil de trabajar; por esto mismo, también se deshace con facilidad. Luego nos enteramos que, efectivamente, estos cortados fueron unas antiguas canteras nada menos que ¡romanas! se las que se extrajo la piedra para construir Ocelum Duri, una importante ciudad romana que se creía situada donde hoy se levanta Zamora pero que más bien estuvo en Madridanos, o muy cerca.

Conforme avanzamos vemos las diferentes formaciones: paredes, picos, terrazas. En algún momento vemos paredes de las que sobresalen grandes piedras redondeadas, con diferentes contornos, como si quisieran encarnar alguna figura para nosotros desconocida, pero que, por su belleza y armonía, bien pudiera estar en el mejor de los museos. También descubrimos campos y laderas en las que se han detenido enormes pedruscos desprendidos de los cantiles, conformando un paisaje peculiar.

También observamos en la llanura -ya que el sendero va un tanto elevado- el cerro del Viso, donde hubo un castro prehistórico, diferentes pueblos -destacando Madridanos- y Zamora al fondo. En primavera, se extiende como una alfombra húmeda y verde. En verano, un desierto en el que destacan pequeñas choperas y alamedas, hileras de almendros, y algún rebaño visible más por el polvo que levanta que por el número de sus ovejas.

Pero hay otra posibilidad: aprovechar el camino de servicio de los aerogeneradores -con pocos pero muy fuertes desniveles- para contemplar el paisaje desde arriba. No es lo más recomendable, pues nos perderemos el detalle de los cortados y casi todo su relieve.

En fin, estas son las increíbles y desconocidas canteras del Culo del Mundo. Para llegar hasta aquí hemos tomado un camino que sube desde Peleagonzalo y que atraviesa campos cargados de pinares y encinares en cuyos claros crece el cereal. Hasta nos encontramos con una de las fuentes de Toro que aun no conocíamos: la de Cartagena, bien metida en lo más profundo de un vallejo, llena de maleza y con sus pozos -ya secos- un poco más arriba. Aquí, el mapa del trayecto.

De Valderas a la desembocadura del Cea

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El pasado invierno realizamos un recorrido por las riberas del Cea, desde Castrobol a Valderas. Quedamos en hacer el trayecto que nos quedaba hasta su desembocadura en el Esla, que es lo que ahora vamos a relatar, ya rodado.

Valderas está en León. Sólo con dar un breve paseo por sus calles nos dimos cuenta de lo que debió suponer esta localidad a largo de historia, y de manera particular entre los siglos XII y XVI. La casa de los Osorio, los torreones del castillo de Altafría, el antiguo Ayuntamiento o los arcos de entrada a la villa, nos hablan de todo ello, pero también las calles del casco antiguo y el panorama de dominación que se abre desde la cima del cerro en el que se asienta, lamido por el Cea.

Panorama desde Valderas

Nos dirigimos hacia el oeste, ya cuesta abajo, buscando la ribera del Cea y nos encontramos, inmediatamente antes del puente colgante de la carretera de Villafer, con un viejo molino o fábrica de harina abandonada. Debió de ser una auténtica industria por la amplitud de sus instalaciones y, sobre todo, por el número de ojos por los que salía el agua después de mover los ingenios.

Cruzamos el firme del viejo tren de vía estrecha (¡qué pena, por aquí todo es viejo!) y nos adentramos por un camino bien señalado en el mapa junto a las alamedas de la ribera hasta que nos fue imposible avanzar debido a que la maleza lo asfixiaba. Media vuelta; salimos a un campo de rastrojos, en ladera, por el que rodamos hasta dar con un camino despejado. Estábamos en las Casas del Pradico, ya en territorio vallisoletano de Roales.

No todo el trayecto se rodó por caminos

El avance por el Roto del Requero fue de lo mejor que nos pudo pasar en esta calurosa jornada, pues cruzamos una amplia alameda que nos protegió, durante unos cientos de metros, del duro sol del verano. A partir de aquí, los caminos nos ofrecieron un firme excelente, además de encontrarse totalmente expeditos.

Al cruzar por el término zamorano de San Miguel del Valle, nos acercamos al Cea para conocer el puente que une esa localidad con un molino y con la Zamorana. Se trata de un antiguo puente de tres ojos, alomado y por el que se prohíbe el paso debido a su mal estado. El molino fue también importante, pues tuvo cinco piedras y en dos al menos de los cárcavos había regolfos.

Arboleda en el Roto

Ahora ya continuamos nuestro trayecto casi sin parar entre las densas alamedas de la ribera, a nuestra derecha, que parecían una explosión por el color y reflejo plateados de las hojas, y las laderas del monte con algunas encinas a la izquierda. En ese lado apareció también, a lo lejos, Fuentes de Ropel y, cuando nos quisimos dar cuenta, habíamos llegado a Castrogonzalo.

¡Que gente tan agradable y hospitalaria los vecinos de esta localidad! Al llegar, preguntamos por la fuente. Una vecina de la Plaza Muelle nos dijo que no había pero, a renglón seguido, nos ofreció -sin posibilidad por nuestra parte de decir que no- una botella de dos litros de agua mineral que sacó de su nevera. Después, ya en las huertas del Cea, otro gundisalvino, nos llenó las mochilas de sus tomates. Excelentes. Así que gracias a ellos -y a los víveres que nosotros ya llevábamos, conste- pudimos comer muy a gusto y reponer fuerzas. ¡Muchas gracias de nuevo y desde aquí!

Por la desembocadura

Nos acercamos a la desembocadura del Cea en el Esla, que estaba llena de maleza. Aunque conseguimos llegar a ella y meternos en el río, la verdad es que no se apreciaba bien por lo inextricable de la selva. Hemos llegado tarde. Hemos llegado en un tiempo en que vivimos de espalda a nuestros ríos y es complicado contemplarlos de cerca. O puestos de pesca y paseos en las ciudades o esto. La Senda del Duero es una honrosa excepción pero, si te descuidas, también se pone intransitable.

Después de acercarnos también al Esla, ancho y majestuoso al pasar cerca de la casa de Piquillos, pusimos rumbo al molino de Fuentes de Ropel, en uno de los muchos lugares paradisíacos que nos ha preparado el Cea. El molino se encuentra en una isla, y aquí sitúan -dentro de la peculiar ruta de El Quijote en Sanabria– la invitación a las tiendas en aquella nueva y pastoril Arcadia, en la que don Quijote fuera honrado con mesas ricas y abundantes en un sitio que es uno de los más agradables de todos estos contornos, razón por la cual el Ingenioso Hidalgo comentó que entre los pecados mayores está el desagradecimiento. [Conste que nosotros pensamos lo mismo, más aun después de lo bien que nos trataron en Castrogonzalo, y siguiendo el consejo de don Quijote, ya lo hemos publicado en esta entrada porque quien dice y publica las buenas obras que recibe también las recompensara con otras, si pudiera…]

Bajo el puente de la manga

Además del molino, pudimos contemplar otro puente, romano para algunos, tan viejo como precioso, sobre una manga del río, manga que hubimos de atravesar por una zona seca con la bici a cuestas hasta que salimos a otro puente, el conocido como de la Zapatina.

Y como ya no estábamos para muchas más aventuras, tomamos la cañada Zamorana, recta y paralela al Cea en dirección noreste, por su ribera derecha. Al principio, era una pista ancha y de buen firme, pero se fue estrechando y convirtiendo en dos roderas llenas de maleza que a duras penas nos dejaba rodar. Las lagunas de la Vega estaban ya secas, y nos dio la impresión de que el pasto de la Vega -como tres o cuatro kilómetros cuadrados de pradera- se había desaprovechado este verano, pues no había ganado y la hierba alcanzaba más de un metro de altura. Por cierto, por aquí cruzamos hace seis años con la grata compañía de Goyo.

Molino

Pero al fin descubríamos la silueta del castillo -y otros edificios- de Valderas. Pasamos junto a la ermita de la Virgen del Otero sin fuerzas para acercarnos a ella. Sólo las tuvimos para pegarnos un baño reconfortante en las frescas aguas del Cea, junto al viejo puente.

Aquí tenéis el recorrido, de casi 47 km.

Entre Duero y Jaramiel

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Duero y Jaramiel modelaron las conocidas Mamblas de Tudela y Villabáñez. Son como la avanzadilla de una lengua de páramo que se extiende unos 40 km de largo hasta que el valle del Jaramiel, en sus fuentes, se acaba confundiendo con el mismo ras de la paramera. Pero mientras, podemos recorres sus laderas, vallejos, cantiles y, en general, el hermoso panorama que ha formado el padre Duero con la ayuda de este su aprendiz.

Salimos de Villabañez. Por fortuna, la iglesia estaba abierta. Como en tantos pueblos del Cerrato, cuando lo contemplas desde lejos, ves algo parecido a la gallina y sus polluelos: una inmensa iglesia en el centro y, alrededor, casas que levantan muy pocos metros. A veces le hace competencia un silo o una nave agrícola, lo que no ocurre -por el momento- en esta localidad. Pues bien, tras esta imagen y tras un sencillo pórtico realizado en piedra de Aldealbar, entramos en una verdadera catedral que impresiona por sus columnas y bóvedas, por su gran espacio. Tiene, además, un pozo bajo el coro y una curiosa escalera de caracol toda en madera para acceder a éste.

Curvas del Duero

Nos acercamos al borde del páramo subiendo por la carretera, que sigue por un barco, y contemplamos, desde arriba, Peñalba y el Duero. La iglesia de Peñalba también es inmensa, pero no queda casi nada del caserío. El río baja dando curvas y creando meandros. Sus aguas, que son las del Canal de Duero, convierten la dehesa de Peñalba, en la orilla de enfrente, en un tapiz verde a pesar de lo avanzado del verano.

Desde el cerral

Contemplando el paisaje descubrimos algo curioso que desde abajo, desde la senda de los Aragoneses, no es perceptible. Se trata de una inmensa corona de casi cien metros de radio, que se levanta a modo de flan muy aplastado o tapón de bebida refrescante, justo encima de los cortados. Resulta muy curiosa su horizontalidad, que contrasta llamativamente con la verticalidad de los cortados. Seguro que tiene una explicación geológica pero, aun así, tal vez tenga también una explicación histórica, en el sentido de que pudo ser la base para una construcción defensiva o pequeño castillo que protegiera el paso del Duero –aquí mismo hubo un importante puente, como atestiguan los restos- hacia el norte. Entre la Corona –que por ese nombre viene señalada en los mapas- y la ladera pasó precisamente la senda de los Aragoneses. Y como la Corona monta sobre los cortados, no tardará en irse derruyendo poco a poco. De hecho su lado sur ya ha empezado a caer. Por supuesto, hacemos el propósito de contemplar esta formación geológica más de cerca en una próxima excursión, por si algún indicio o vestigio nos ilustrara algo más.

Otra visión desde el borde del páramo

En cualquier caso, el panorama es como para quedarse un buen rato, contemplando los diferentes lugares de esta ancho valle, aunque esta vez la Corona ha absorbido gran parte de nuestra atención.

Ahora nos vamos por el camino de Raposeras a divisar Villabáñez y el valle del Jaramiel, sostenido por las Mamblas, desde un picón. Otro rato dedicado a la contemplación. Luego hacia el este, sobre el valle de Valdelamano y luego sobre Valdemate podemos contemplar la Cuesta Hermosa y a lo lejos, Villavaquerín y el Jaramiel. En los linderos abundan las endrinas y el espliego; la garduña y la berruguera entre los rastrojos. Como estamos a finales del verano podemos rodar a campo traviesa, buscando las mejores perspectivas, sin la limitación de los caminos que nos llevan por donde ellos quieren. ¡Viva la libertad!

Valle del Jaramiel

Al fin salimos a la carretera de Villavaquerín y la cruzamos para tomar, atravesando el páramo, el Camino a Castrillo, de excelente firme. Enseguida se transforma en una cañada de abundante pasto y con robles en hileras que la custodian. ¡Qué buen sitio para rodar! Al inicio de la bajada perdemos el camino pero no importa, por la rastrojera no se rueda mal y, en cualquier caso, nos permite contemplar el paisaje del Jaramiel con sus laderas de roble y encina a la vez que avanzamos. Como no hay camino, no hay que preocuparse por mantenerlo. Lo hacemos, lo vsmos creando. A pesar de todo acabamos tomando uno -sobre el que caen más tarde las altas laderas de las Atalayas- que nos deja en Castrillo Tejeriego.

Carrapiña

Damos aquí la vuelta y tomamos altura por la carretera de Piña hasta conectar con el camino que nos llevará por el valle de Carrapiña, que discurre abriendo una buena brecha en el páramo. Precisamente su ladera norte es llamativamente blanca, a causa del yeso y la cal, en vivo contraste con las matas de encina y roble que parecen subir por la empinada cuesta. En el fondo del valle las rastrojeras dejan al descubierto antiguos pozos. Pero no llegamos a salir por la puerta del valle, sino que ascendemos hasta casi lo más alto del páramo de Castro, entre el Carrapiña y el Jaramiel. Seguramente ahí hubo otra torre de vigilancia más o menos fortificada. Por una pista a medio ladera acabamos saliendo a la carretera que recorre el valle.

Las Lanchas

Y esa carretera atravesamos la Sinova y nos metemos a buscar el manantial de la Lanchas, que encontramos al pie de unos chopos, de los pocos que destacan en todo este valle. Y ahí está el manantial: goteando. Mana tan poca agua que el charco que produce de nuevo es engullido por la tierra.

Ahora subimos por la ladera sur hasta tomar el camino de la Puerta Suso y, cuesta abajo, llegamos a Villavaquerín por el camposanto. El resto será tomar el camino del Calzón que, por la orilla derecha del Jaramiel y contemplando las altas laderas del valle, nos dejará en Villabáñez. Hemos podido comprobar que el arroyo llevaba agua bastante clara y, en algunos puntos, nadaban los alevines. ¡Que siga así por muchos años! He aquí el recorrido.


El Pedroso de la Abadesa

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El Pedroso es un pueblecito, unos de los más pequeños de la provincia, que se nos presenta bien protegido por el páramo de los Torozos, que lo abraza desde tres puntos cardinales mientras que por el cuarto –el sur, ya en San Miguel del Pino- corren las aguas del Duero. Está en la orilla derecha del arroyo del Prado, que viene de Robladillo acompañado por algunos álamos. La colada de Toro marca su raya con Velliza, y el camino del Pinar de Tordesillas con buena parte del término de Matilla. Por el este se extiende hasta la falda del teso de Valdelamadre.

Su caserío se eleva sobre una pequeña colina, lo que le hace perfectamente visible desde varios kilómetros a la redonda. Las pocas casas aparecen bien conservadas, y relucen especialmente al sol del atardecer y de la madrugada. Está limpio y con muy pocos edificios en ruina. Ahora mismo algunas bodegas se encuentran en reparación; parece que, siendo pequeño, se ha salvado del abandono, al menos por el momento. Las casas se agrupan en torno a una plaza en cuyo centro se levantan pequeños árboles que dan sombra a unos bancos y a un pozo-fuente en el que los ciclistas podemos rellenar los bidones con saludable agua.

Un poco apartada de las casas se levanta una sencilla iglesia construida en piedra caliza, y arenisca -algo no habitual en esta zona de la provincia- en la parte más alta, rematada con una espadaña en ladrillo. Este edificio nos da alguna noticia del nombre y origen del pueblo: la Abadesa es Dª María de Bargas, conforme leemos en la inscripción que figura en la fachada, sobre la puerta. Y es que este pueblo, que pertenecía a la jurisdicción del Monasterio de Santa Clara de Tordesillas desde su fundación en 1363, quedó despoblado hacia el año 1525 y las monjas clarisas decidieron, allá por 1786, repoblarlo. Esta es la historia del apellido.

La otra parte de la historia la desconocemos, pues el terreno sobre el que se asienta no es pedroso ni pedregoso, sino adecuado para el cultivo, de pan llevar. Bien es cierto que en otras épocas pudo serlo, pues desde la autovía de Salamanca hasta el poblado leemos en el mapa los topónimos siguientes: las Peñuelas, las Contiendas –o sea, las canteras-, las Lastras y el propio Pedroso. Recorriendo esa zona en bici sí es cierto que vimos una enorme lastra hincada en la tierra y unas piedras, pocas, pero de enormes proporciones. O sea que algo debió haber… hace siglos.

El paisaje del Pedroso se completa con el prado del arroyo, esta temporada saturado de maleza, algunas pequeñas pero llamativas choperas -más visibles aun que el pueblo, un pinar al sur y una tierra de forma alomada y curiosa que denominan la Sagreña. ¿Hubo alguna ermita o santuario en tiempos pretéritos?

El panorama de la comarca es encantador. Especialmente recomendado para pasear a última hora de la tarde.

Los Hundidos de Simancas

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Hay una lengua del páramo de los Torozos que llega casi hasta Simancas; la punta es un excelente mirador sobre esta villa cargada de historia y sobre todo el amplio valle del Duero cuando recibe al Pisuerga. Un camino que sube por la directa, por el espolón, a este páramo pero hay que estar en forma para acometerlo sin fatigarse demasiado.

Esta vez se trata de dar un breve paseo desde el Pinar de Antequera hasta dos lugares denominados ambos los Hundidos. En vez de subir por el camino directo fuimos por el denominado camino de Torres, a media ladera y en dirección oeste, que se toma en el barrio que está ya al otro lado de la autovía. El tramo inicial es muy duro pero, eso sí, muy corto, y al poco estábamos en la falda disfrutando de un hermoso panorama -Valdelamadre, Geria, ribera del Duero- pedaleando tranquilos.

Salimos al camino de Robladillo donde precisamente se encuentran los primeros Hundidos. El nombre tiene fácil explicación: aquí da comienzo el arroyo del Pozo de la Teaza que en vez de dar un tajo limpio al ras de la paramera en su nacimiento, lo hunde levemente, como en grandes y suaves olas sobre las que el agricultor planta cereal.

Damos la vuelta por el camino del Páramo. Muchas zonas de esta paramera -ahí están los topónimos fueron dedicadas a canteras durante siglos, pues la fundación de Simancas -ciudad siempre importante con buen castillo, buena iglesia, puente, palacios e incluso dólmenes prehistóricos- se pierde en la noche de los tiempos. Llegamos a un cantil de yeso blanco que brilla con fuerza al sol de la tarde y que se está desprendiendo a pedazos o, mejor, a rebanadas. Abajo se ven inmensos y ordenados caballones de cal o yeso robados a las tripas del páramo que nadie se ha llevado. Un poco más hacia el sur, propiamente junto al vértice Perdiguera, estamos sobre los segundos Hundidos. Es continuación de la anterior zona de canteras, que parece ha sido parcialmente nivelada con tierra de relleno.

Para bajar, podemos hacerlo por otro sendero a media-alta ladera o bien por el camino del páramo. Nos dejamos caer hasta el mismo puente del Pisuerga y volvemos al Pinar por la calzada de Clunia.

Aquí podéis ver el recorrido, según Durius Aquae.

Atravesando Valladolid con don Jorgito el Inglés

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George Barrow -o don Jorgito el Inglés- fue un viajero que anduvo por España durante los años 1835-1840 enviado por la Sociedad Bíblica británica para divulgar el Nuevo Testamento sin notas por nuestra península. Sabía multitud de lenguas, desde el manchú al romaní, esta última aprendida viviendo entre gitanos durante varios años. Incluso llegó a publicar el Evangelio de San Lucas en romaní (Embeo e Majaró Lucas, Madrid 1837).

En su libro La Biblia en España (con nota previa para la edición española de Manuel Azaña), narra su periplo viajero y, puesto que pasó por nuestros campos, vamos a acompañarle en su andadura vallisoletana.

Salida de Salamanca

El día 10 de junio de 1835 partió en su caballo y casi se pierde: la ruta se Salamanca a Valladolid, a veces carril a veces senda, es muy difícil de distinguir; no tardamos en perdernos y anduvimos mucho más de lo que en rigor es necesario. Ya se ve que los caminos de entonces no estaban tan bien trazados como las actuales carreteras…

Durmió, con sus acompañantes en Pitiega –pueblecito formado por chozas de tierra– y de allí se dirigieron a Pedroso, donde de nuevo hicieron noche para salir hacia Medina del Campo. Ese día anota que hizo mucho calor y que en todo lo perteneciente a España la inmensidad y la sublimidad se asocian. Grandes son sus montañas y no menos grandes sus planicies, ilimitadas, al parecer. A pesar de que estaban todavía en primavera, ésta no debía haber sido especialmente húmeda, pues exclama ¡cuánta melancolía por doquier; qué escasas las notas vivas, joviales! …tierra sin límites, donde los olmos, las encinas y los fresnos son desconocidos; tierra sin verdor… O tal vez exageraba, al acordarse de los siempre verdes campos ingleses.

Medina del Campo

En Medina, la ciudad de la llanura, se fija en que inmensas ruinas la rodean por todas partes y que estaba llena de gente, pues en dos días se celebraría la feria. Por eso le costó que les admitieran en la posada, ocupada principalmente por catalanes. Al día siguiente reanudaron la ruta pasando por tierras muy semejantes a las de días anteriores y a medio día pararon en una venta a media legua del Duero. No sabemos dónde se sitúa esta venta, pues tanto Valdestillas como Villanueva se encuentran a poco más de una legua de Puente Duero…

Riberas del Duero

Aquí el paisaje cambia de verdad para el Inglés, y escribe que las márgenes del Duero son muy bellas y pobladas de árboles y arbustos en los que trinaban melodiosamente a nuestro paso algunos pajarillos a la vez que un delicioso frescor subía del agua que, a veces, se embravecía entre las piedras o fluía veloz sobre la blanca arena o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable hondura.

Y junto al Duero recuerda a una mujer, como de treinta años, vestida a lo labrador, con pulcritud, que miraba fijamente el agua, arrojando a ella, de vez en cuando, flores y ramitas. Me detuve un momento y la hablé, pero sin mirarme ni contestar, siguió contemplando el agua como si hubiera perdido la conciencia de cuanto le rodeaba.

Y continúa: “¿Quién es esa mujer?”, pregunté a un pastor que encontré momento más tarde. “Es una loca, la pobrecita, -respondió-. Hace un mes se le ahogó un hijo en esa poza y desde entonces ha perdido el juicio. La van a llevar a Valladolid a la Casa de los Locos. Todos los años se ahoga bastante gente en los remolinos del Duero; este es un río muy malo. Vaya usted con la Virgen, caballero”.

Valladolid

Cruzaron el río por un hermoso puente de piedra si bien, a continuación, entraron en los mezquinos y ralos pinares que bordean el camino a Valladolid. Parece que el inglés no podía seguir mucho tiempo sin vituperar el paisaje por el que cruzaba y que no acababa de comprender.

Ya en Valladolid, le llamó la atención su forma, pues se encuentra en el fondo de un valle de escabrosas pendientes y aspecto insólito. Comenta que tiene muchos conventos, que es ciudad fabril y con su comercio en manos de catalanes. Se hospedaron los dos primeros días en la Posada de las Diligencias, para quedarse luego en el Caballo de Troya. Contactó con libreros, con los colegios Inglés y Escocés, con el de las Misiones Filipinas. Cuenta diversas anécdotas y sucedidos hasta que, después de permanecer diez días en Valladolid, continuó viaje.

Dueñas y Palencia

Pasa por Dueñas, situada en una ladera sobre la que se alza una montaña de tierra calcárea coronada por un castillo en ruinas. Le llaman la atención sus bodegas, donde se guarda el vino que en abundancia produce la comarca y que se vende principalmente a navarros y montañeses.

Terminamos con la llegada a la ciudad del Carrión: Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y bella, admirablemente situada a orillas del Carrión… ¡Menos mal que los ríos eran para don Jorgito como un oasis en medio de las terribles estepas castellanas!

Torcenite, la Corona y una olvidada cañada

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Entre la última lengua de páramo y la primera de las Mamblas entre el Duero y el Jaramiel, se levanta Torcenite, que es como un cabezo de unión entre ambas elevaciones. Su cima es redondeada, casi plana. Hacia el sur, hacia el Duero, cae a pico sobre la llanura. Hacia el norte, suaves ondulaciones que llevan hasta Villabáñez. Por el collado de su falda oeste cruzaba la antigua calzada de Clunia –se nota perfectamente su rastro- y por el collado del este pasa el sendero que nos llevará a Peñalba. Torcenite es, sobre todo, un buen mirador sobre el valle del Duero. Vemos muy de cerca las derroñeras blancas del pico del Águila, que caen desde el páramo: un poco más al fondo se ha colocado una torreta de vigilancia contra los incendios, pues desde aquí se domina un amplísimo panorama. Lo de Torcenite, ¿qué puede significar? Es muy posible que venga de torques (collar rígido y redondo, abierto por la parte de atrás, de origen celta) a causa de lo que evoca el cerro por su forma. Además ¡hasta parece que tiene un collar sostenido horizontalmente por la ladera!

Versiones de Torcenite. El “torques” se ve claramente en las dos (clic para ampliar)

Nos vamos por la vieja senda de los Aragoneses entre las Peñas y el Duero. Las dos grandes cabeñas se están cubriendo con pinos de Alepo, lo que impide o al menos obstaculiza su cambio y erosión. Los rayos oblicuos del sol del atardecer recortan aún más los cortados –valga aquí la redundancia- produciendo un curioso fenómeno. Nunca habíamos cruzado por este sendero con tanta maleza; las escobas y arbustos quieren atrapar el manillar de la bici pero no lo consiguen y, con dificultad, nos acercamos a la chopera del otro lado. Y es que el sino de esta senda es el cambio: antes pasaba unos metros más arriba hasta que, por falta de mantenimiento y caída de tierras, se desplomó. Desde entonces se ha abierto otra junto a la misma orilla del río que se mueve cuando hay derrumbamientos o crecidas, o las dos cosas.

La ribera izquierda desde la Corona

Nos encaramamos a la Corona, que en otra ocasión vimos desde el cerral. Su forma impresiona menos que desde arriba pero no dejar de ser curiosa. Su cima no es tan plana como parecía, pues se ondula y eleva ligeramente hacia el sur y su redondez se está modificando también por el sur, donde las peñas se van desprendiendo poco a poco, debido a la erosión. Salvo por este lado, su trazado parece artificial, pues abundan grandes piedras calizas que tal vez provengan de una tapia o muro. Y, en otros siglos, hubo construcciones, a juzgar por los abundantes restos de cerámica basta. Con mucho cuidado, nos asomamos sobre el cortado para contemplar bajo nuestros pies el río y su ribera, con la chopera que acabamos de atravesar en primer plano. Parece que hemos elegido un mal momento para acercarnos, dada la abundante maleza que todo lo cubre, pero ya no hay otra opción. Curioso lugar, en épocas lejanas muy concurrido, y bueno para vigilar y dominar el paso del río por el antiguo puente. Precisamente las fuentes históricas hablan de una importante fortaleza que defendía el paso del río: ¿se levantaría sobre la Corona?

Los cortados

En cualquier caso, Peñalba y sus cortados nunca defraudan, por mucho que los atravesemos.

Nos dirigimos al pueblo –o despoblado, como prefiramos, si bien en la alta Edad Media llegó a ser villa y cabeza de alfoz- y luego a la Isla, pero sin bajar al río y sus praderas. Y seguimos hasta la raya de Sardón, donde una moderna bodega bulle en actividad preparando la vendimia.

Extraplomo en Peñalba

Y ahora, como se hace tarde, vamos a dar la vuelta hacia Villabáñez tomando, al menos en parte, el antiguo trazado de la cañada de la Hijosa. Primero tomamos un camino sube entre encinas y pequeñas rozas, hasta llegar a una zona plana en la que desaparece, engullido por una tierra de labor. La cruzamos y conectamos con la cañada, que sube en diagonal muy empinada al páramo. No es apta para carruajes; sólo para caminantes y animales. Nuestra burra responde a veces y a veces hay que llevarla. Abajo, Sardón y Quintanilla se muestran iluminadas por el último sol de la tarde. Al fin llegamos a otra tierra de labor ya en el ras del páramo y, a campo traviesa, conectamos con un camino que nos lleva a la carretera, en la que asistimos a la puesta de sol.

Sardón y el Duero desde la cañada de la Hijosa

Aquí, el recorrido.

Entre Valladolid, Palencia y Burgos por el Valle Esgueva

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Al comenzar a rodar un viento frío nos sorprendió, después de una larga temporada de calor. El sol tardaba en despegarse del horizonte; la luz era plenamente otoñal. Las nubes, grises, volaban raudas, haciendo todo lo posible para obstaculizar el paso de los rayos solares. El viento no cesó en toda la jornada. Solamente al abrigaño se producía cierta sensación de calor. En resumen: ya tenemos instalado entre nosotros el otoño, aunque seguramente queden también muchos días agradables en estos meses de octubre y noviembre.

Entre el páramo y el valle

Asomada al Duero

Salimos de Encinas de Esgueva buscando el valle del Duero. Tapias de piedra, majuelos cargados de fruto, abundantes nogales nos van conduciendo hasta el Portillo, desde donde se divisa Castrillo de don Juan, para tomar el camino de Guzmán por el arroyo de Fuentequeril. Luego, a través del páramo cruzamos hasta el nacimiento del arroyo Valdetorres en la fuente del Pozarón, que mana generosa y tranquila. Por aquí, la llanura es ondulada y moteada con robles y encinas solitarios. Enseguida tomamos la vereda del camino real de Burgos, cuyo ancho ha sido respetado por los agricultores y divisamos Guzmán, pero no nos acercamos a su caserío. Más tarde se abre ante nosotros el gran valle del Duero, con la Manvirgo en medio y una multitud de pueblos, pinares, majuelos, caminos que componen un paisaje rico y variado, nada que ver con el páramo que venimos atravesando. Pero así es Castilla y así son sus valles y páramos.

La Manvirgo emergiendo en medio del valle

Al poco estamos en Olmedillo de Roa, que posee una gran iglesia con una balconada que la rodea desde donde contemplar el pueblo y sus alrededores.

Torresandino, un valle cerrado

Y luchando contra el vendaval, por el camino de Roa y la colada de Valdillán, nos presentamos en Torresandino y, más en concreto, en el molino de Arriba que en una de sus esquinas posee un curioso contrafuerte, como para asegurarlo frente al empuje del agua que llega fuerte por el caz, pues casi no tiene balsa. Y en la contraria, un ciruelo silvestre de frutos no más grandes que una uva, nos ofrece ciruelas de excelente sabor.

Ciruelo

Nos ha sorprendido lo cerca que se encuentra el valle Esgueva del valle del Duero. Y cómo aguanta el Esgueva un trazado rectilíneo y paralelo al Duero, sin caer en un cauce tan ancho y tan próximo hasta desembocar en el Pisuerga. No menos sorprende lo estrecho y cerrado del valle Esgueva, tanto que aquí, en Torresandino, se llegó a estudiar la construcción de una presa, pues la distancia entre los dos páramos no llega a 800 metros. Pero se acabó desechando, según parece, por falta de firmeza en las rocas o terrenos que servirían de apoyo.

No dimos con el molino de Abajo y nos fuimos a ver la iglesia de San Martín. Grata sorpresa: impresionante iglesia románica que acoge a la Virgen de los Valles, talla igualmente románica, restaurada, que durante siglos presidiera en otra capilla el monasterio o Convento de los Valles.

Mojón de santa María y los Valles

Imagen de Castilla

Subimos al páramo por la Canaleja, en cuyo canto nos esperaban los corrales del mismo nombre. Aquí la superficie es dura, pues hay más piedra que tierra en las rastrojeras, y no digamos ya en los perdidos, y los cardos secos dominan el panorama. Así es la paramera, nada dulce ni verde. El otoño ha sacado el espíritu de la Castilla de siempre -austera y sobria- a estos horizontes. Al cruzar por estos duros pedregales me acordaba de Sánchez Albornoz:

…una tierra áspera, fácil para servir de bélico solar a gentes sacudidas por la pasión, que no temen a la muerte, de exaltada personalidad, intolerantes, menos prontos al diálogo que a la lucha fraterna y que habitan en una patria de contrastes climático e históricos, con espíritus de fuego en vehemente adoración o en brutal repulsa de la divinidad.

No sé si seguimos igual, mejor o peor. Al menos, al subir a estos pagos probamos la fruta, excelente, de dos manzanos asentados en las proximidades de un hontanar.

Imposible rodar con tanta piedra suelta

Entre cantos y cantos nos plantamos en el mojón de santa María formado, según la leyenda, por las piedras que –en castigo o penitencia- subían los monjes desde el valle. La verdad es que por muy malos que fueran y muchos monjes que hubiera, imposible subir tanta piedra como hay aquí. Estamos a 950 m, el punto más alto de toda la excursión.

Una agradable y rápida bajada y estamos en el monasterio de Nuestra Señora de los Valles. Sorpresa. ¿Cómo es que hemos dejado caer un monasterio tan formidable y valioso? Solo con ver los restos de las bóvedas –con sus nerviaciones góticas- de la iglesia nos damos cuenta de lo que debió ser y de la importancia que sin duda tuvo en la comarca y en la orden de los Carmelitas Calzados, que lo ocuparon. Estuvimos en la gruta que dio origen al monasterio donde se apareciera santa María de los Valles, en la capilla del Cristo de los Trabajos, en los restos de la iglesia principal, en la sacristía, en lo que fue claustro y huerta… como colofón, nos acercamos a la fuente que todavía surte de abundante agua a los rebaños que pastan por las cercanías. Al menos, algunos de sus viejos retablos están desperdigados en las iglesias de Roa, Torresandino y Villovela. En fin, el tiempo no ha podido todavía nivelarlo todo y ocultarlo, tan grande fue que aun quedarán visibles estas ruinas por muchos años.

Monasterio de los Valles

Chopos mochos y Moros de abundantes aguas

De ahí, siguiendo el curso del Esgueva, pusimos rumbo a la ermita de santa Lucía: a su abrigaño tomamos respiro; hasta el sol parecía que calentaba un poquito. Pero llegaron las nubes enseguida y continuamos hasta Tórtoles por la orilla del río y luego hasta Castrillo de don Juan. Los peculiares chopos mochos de los caminos de esta localidad rendían sus copas al viento, que no sus desproporcionados troncos.

Chopos en Castrillo

De nuevo subida al páramo -¡y van tres!- esta vez por las caudalosas fuentes de los Moros. A sus pies, el valle del Esgueva se ha abierto, ha madurado y ofrece una gran llanura a majuelos, sembrados y arboledas. Una agradable cañada nos lleva hasta la rasante de la paramera entre robles y encinas. Y arriba rodales de monte alegran el paisaje. No han faltado conejos, liebres y perdices, sobre todo perdices, en esta excursión. Parece que los cazadores tendrán buena temporada.

Fuente

Al poco, volamos hacia abajo casi sin darnos cuenta. Paramos en unas corralizas que cuentan con un curioso chozo protegido por un ancho tapiado semicircular con entrada, muy baja, por el mismo corral. No vemos la fuente de Ortega y en un abrir y cerrar de ojos estamos sobre el puente del Esgueva. Un empujón más y llegamos a Encinas. Y como nos sobran fuerzas, subimos al picón que se levanta al sur para tener una visión de conjunto de la localidad.

Aquí, el recorrido según Durius Aquae.

Lomas del Zapardiel

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Día de la entrada del temido temporal Leslie en Valladolid. De madrugada, debió llover algo. La AEMET nos metía miedo con una alerta amarilla por vientos. El paseo en bici discurrió sin lluvia y prácticamente sin viento, y mira que desde la bici uno es sensible al viento. Así son las cosas. Otro día no avisarán y nos ahogaremos o nos barrerán vientos huracanados…

Teníamos pensado recorrer la parte baja del valle del Zapardiel. Pero no junto al río, sino por las laderas, para disfrutar de una visión de conjunto del valle, sus tierras, sus cuestas y sus vegas. De manera que salimos desde Tordesillas. En primer lugar cruzamos junto a la Vega, donde el famoso toro recibió el nombre y después pasamos junto al humedal de Valdegalindo, totalmente seco a estas alturas del año. Los juncales esperan que llegue el agua al subsuelo; no parece que este temporal se haya acordado de ellos. Se trata de un arenal con pastos –hay una ganadería de vacuno que los aprovecha- y donde hace milenios hubo un asentamiento prerromano.

Alcornoques

El siguiente paso nos lleva a subir al monte de pinos y alcornoques con mismo nombre, Valdegalindo, que nos ofrece las primeras vistas elevadas sobre el valle del Zapardiel, aquí todavía relativamente estrecho y bajo; y con las estribaciones del páramo de los Torozos como festón de fondo. Un sendero nos conduce entre alcornoques, pinos y encinas hasta bajar a Foncastín, que se despereza entre nubes grises. Porque esa es otra, ni viento ni lluvia, pero el tampoco sol no nos acompañó en momento alguno.

Saltamos el río y nos paramos a almorzar peras limoneras –los árboles cargados nos ofrecen un exquisito fruto maduro- y nueces, que esta temporada no llegan muy sanas. Atravesamos una amplia mancha de pinar contiguo al de la Nava, luego majuelos vendimiados en los que rebuscamos racimos que encontramos bien dulces, hasta cruzar la cañada del Reguilón, que une la fuente Pascua y con el Zapardiel.

Alimento del día

Poco a poco vamos ascendiendo hasta disfrutar de amplias vistas tanto al este como al oeste, pues la loma es alta y estrecha, con asomadas a ambos puntos cardinales. Vemos el amplio y hasta hondo valle del Zapardiel y nos extraña que un río hoy prácticamente seco haya esculpido un valle tan dilatado. Al fondo vemos también la apertura del valle desde Medina, con el cerro del Aire que cede el paso –entre vigilante y altivo- a este aprendiz de río. Más al fondo, los inconfundibles ataquines, con la torre de la iglesia de Ataquines. Y al oeste, el extendido caserío de Nava del Rey presidido por la torre de los santos Juanes (ahora con andamiaje) y con la ermita de la Concepción al fondo.

Bajada a Carrioncillo

El camino nos deja en un majuelo junto a la carretera de Nava a Torrecilla del Valle y, después de probar unos almendrucos, subimos al último otero para, en cómodo descenso de más de 3 kilómetros, plantarnos en la ermita de Carrioncillo. A Dios gracias, la fuente tiene agua si bien queda muy poco para su total destrucción; (ya no queda nada del caserío ni del molino).

Y comenzamos la vuelta, pasando a la orilla derecha del Zapardiel aprovechando el antiguo camino de Valladolid a Béjar. Esta orilla es zona de barrancos, pues caen por la ladera los de Romanero, Jimena y San Isidro. Nosotros iniciamos la subida por el de Jimena y la Casa Macho hasta alcanzar el paramillo de la Cueva. A pesar de estar a menos de 2 kilómetros de las lomas del Aire, aquí no llega.

Dejamos un vertedero de la mancomunidad de Medina y nos adentramos en el pinar de Romanero. A lo largo de la excursión no han faltado rodales de monte, sobre todo de piñonero e incluso alguno de negral, no muy abundante por estas latitudes. Las encinas y carrascas las hay más en linderos, perdidos y entre los propios pinos.

En la Peña

Desde aquí, un camino recto nos lleva hasta Rueda, donde le pueblo celebra la fiesta de la vendimia con una gran paella regada con buen vino: ¡qué pena: acabamos de comer!

De nuevo el sube y baja del que no nos hemos despegado en toda la excursión, esta vez por la cañada de Valladolid, nos acercamos a la Peña, después de haber cruzado otro monte de pino con alguna encina. Visitamos la ermita y luego las aceñas: parece que cada vez que uno las visita hubiera menos aceñas y más arbolado y maleza. La carretera –no hay más opción- nos deja al fin en Tordesillas.

Aquí puedes ver el recorrido.

Los higos del Diablo, cerca de Torremolinos

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Hace ya un mes que entró el otoño, pero la temperatura no ha bajado. En esta excursión por las estribaciones de los Torozos y Tierra de Campos, además de vestir todavía de corto, hemos pensado en lo bien que nos vendría una sombrita a la hora de pedalear. De hecho, terminando ya la excursión, se presentaron algunas nubes que agradecimos.

Motas, pozos, arroyos y picos

Salida de Mota del Marqués. Paisaje de eso, de motas, cuestas redondas, colinas, mamblas, picos, tesos, o sea, lo propio cuando el páramo se rompe en mil pedazos. No puedes seguir un recorrido plano y recto, y no tienes otra opción que ir buscando el camino con menos ondulaciones, cruzando de una colina a un arroyo y al revés. De manera que cuando nos introdujimos en los tesos de san Vicente, rodeamos la Cuesta Vecillas aprovechando una pradera –todavía verde en contraste con los alrededores secos y amarillentos- del arroyo del Medallón. El pozo –ya en desuso- tenía agua.

Prado del arroyo del Medallón

Y también tenía agua la pétrea fuente de Plumales, gracias a la cual el arroyo Marrundiel no estaba seco. Esta fuente se encuentra en un valle relativamente amplio protegido por laderas de yeso. Y por aquí subimos al páramo aprovechando la cañada de Marrundiel; en el mismo cerral nos encontramos con un pozo de brocal cuadrado, en piedra, que se mantenía en pie gracias a unas buenas grapas de hierro. ¡También tenía agua!

Almendro y pozo

Bordeamos una mancha de monte, atravesamos los inicios del barco de san Nicolás y, sin perder altura, nos asomamos a Tierra de Campos gracias al pico del Cubillo. Abajo, en primer plano, Villavellid, agazapada en una cuesta. Detrás, San Pedro de Latarce en la llanura y en lontananza, la línea verde del raso de Villalpando. Todo esto hacia el oeste; hacia el norte Villardefrades y un sinnúmero de localidades desperdigadas por estos campos de tierra. Cerca, otros tesos –como la Tuda, de blancas laderas-, caminos, alamedas, tierras de varios colores, manchas de almendros… En fin, como para pasarse unas cuantas horas contemplando, sin ninguna prisa…

Al fondo está la fuente de Plumales

Villavellid, perdida en los pliegues de Torozos

Poco antes de llegar a Villavellid descubrimos un manantial que daba agua al arroyo de los Praínos. Después de ver el castillo por fuera, nos acercamos a la iglesia de Santa María, que estaba abierta. Impresionantes un conjunto de la Virgen con el Niño y santa Ana, y una Piedad, ambos en madera policromada y, respectivamente, de finales comienzos del siglo XVII y finales del XVI. También pudimos contemplar el san Miguel titular de la otra parroquia que cerrara y la imagen nueva de la Virgen del Riego, cuya ermita se cayó y cuya imagen original fue robada. Y, después, lo que queda de la iglesia de San Miguel: cuando llegas a la portada –plateresca, en caliza ligeramente dorada- parece que te saludan dos personajes desde sendos medallones en los ángulos… ¡Qué pena! ¡¿Qué estamos haciendo con nuestro patrimonio, que es nuestra historia y nuestra identidad?!

Villavellid desde el pico Cubillo

También pudimos visitar las fuentes del pueblo, una en la plaza y la otra en las afueras, la de Abajo, ésta con dos buenos pilones. Todavía no ha fenecido a pesar de que casi no se usa…

Villavellid sigue llena de interrogantes: algunas de las numerosas tapias de caliza tienen la piedra tallada, acercándose a labores de cantería. ¿Vienen del castillo? ¿O de antes aun, de posibles infraestructuras romanas? De hecho vimos en la iglesia de santa María dos capiteles usados en la pila de agua bendita que bien pudieran ser uno románico (pie) y el otro romano, vaciado como pila propiamente dicha. Por otra parte abundan las casas de piedra –y también de barro- con buenas entradas (delanteras y traseras), y todavía se mantiene el pósito, construido reinando Carlos IV.

Pilón, Villavellid

Los higos del Diablo

Un camino recto, con bajada y subida, nos condujo al paramillo o teso del Infierno, también conocido con el nombre de Jano, ese dios romano de dos caras que se guardaba las espaldas él solito. Está pegando a Villardefrades por el oeste y su suelo es plano, de conglomerado calcáreo; se trata de una terraza del Sequillo y constituye una buena balconada para la contemplación de los pliegues de los Torozos que van cayendo hacia la Tierra de Campos.

En el paramillo del infierno

De manera salteada, quedan todavía almendros, muy descuidados, secos muchos de ellos. Pero también descubrimos algunos perales e higueras, éstas con higos casi negros, maduros, en su punto. Un gusto. Nos quitaron el hambre en el momento que más arreciaba el calor. Por eso, podemos decir que tomamos los higos del infierno que, sin duda, se los robamos al mismo diablo.

Torremolinos

Y de un teso a otro de similares características, para contemplar los restos de cuatro molinos de viento. Uno de ellos conserva todavía su planta circular, con un diámetro de más de 10 metros, lo que nos daría una muy elevada altitud. Pero ahora, cada vez que cruzas este paramillo tienes que activar la imaginación al pensar que estos montones de barro fueran alguna vez molinos de viento, importantes ingenios para transformar la materia prima de Tierra de Campos. Al menos, la primera vez que pasé por aquí pude ver alguna piedra molinera. Tampoco es mal sitio para contemplar el paisaje de Tierra de Campos.

Restos del molino más grande

El teso de los Molinos o Torremolinos acaba en una cuesta que se aprovechó para excavar bodegas. Ahora también se están cayendo, a pesar de sus muros y refuerzos en piedra caliza.

Y siguiendo la ya inexistente cañada del Molino, junto al arroyo Lavaderas, llegamos a Villardefrades. En fin, este trayecto parece un recorrido por el pasado, al que hubiéramos accedido gracias a una máquina o túnel del tiempo. Como no podía ser de otra manera, nos dimos de bruces con la iglesia de san Andrés, en el centro del pueblo, que no se encuentra en ruinas, sino a medio construir desde mediados del siglo XIX (!).

Tierra de Campos desde Torremolinos

Continuamos el recorrido en la entrada siguiente. Aquí podéis ver el trayecto.


Entre Villardefrades y la Cuesta Tijera

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(Viene de la entrada anterior)

Subida al páramo, entrada en los Torozos

Para subir al páramo de los Torozos apuntamos entre Almaraz y la villa de Urueña, inexpugnable con su muralla que parece continuación natural de la ladera del páramo.

Salimos de Villardefrades para pasar al otro lado de la autovía y después de llegar a un caserío agrícola, tomamos un camino bordeado de chopos y álamos dejando al norte Almaraz, hasta que llegamos al arroyo de la Ermita, que ha abierto una rendija en el murallón del páramo, y por ahí nos colamos. Está llena de verdor, con la humedad necesaria para que vivan varias arboledas, que ya han comenzado a vestirse con su dorado otoñal si bien se encuentran impenetrables a causa de la abundante fusca. Detrás, las ruinas del monasterio del Hueso. Siempre las ruinas; por todas partes en esta excursión.

Hacia el arroyo de la Ermita 

Pasamos junto a la fuente del Hueso, elegantemente cubierta, que nos ofrece sus escaleras para bajar a los caños. Por una vez, por suerte, su cercado se encontraba accesible. De allí nos acercamos por un sendero entre almendros a la ermita de la Anunciada, en una pradería, bien a la vista de Urueña.

Aprovechamos la carretera de San Cebrián para subir al páramo. No se nos hizo ni costosa ni larga: a la derecha, el bosque de galería de un arroyo nos daba sombra y frescor y, a la izquierda, las entrañas del páramo nos mostraban los estratos de diferentes tipos de piedra caliza (clase práctica de geología).

Fuente en el camino del Hueso

En el monte, de nuevo pozos y fuentes

Rodando ahora sobre bogales y bien protegidos por las encinas de los montes Torozos, llegamos a la raya de San Cebrián, perfectamente señalada por un monolito. Justo cuando íbamos a tomar el camino de Tiedra descubrimos ¡oh casualidad! los restos de un precioso pozo ganadero, cuyo mínimo brocal de una pieza –¡ahora roto!- se ve que fue labrado en buena caliza; a su lado, una coqueta pila. Ya no queda sino una pared de la caseta que lo protegía. Ni del abrevadero que, se supone, estaba al lado.

Pozo en el monte

Nos vamos por el camino de almendros que parte del pozo hacia el oeste hasta que acabamos tomando el valle del arroyo de las Celadas. Este camino, como otros tantos, se encuentra bordeado de zarzamoras, rosales silvestres y endrinos. Hace calor: los insectos están muy pesados y las telarañas cuelgan de los manillares.

Vamos buscando la fuente de los Gallegos hasta que damos con ella. No puede ser más sencilla, es la mínima expresión de fuente, casi pasa desapercibida, y más con la maleza que este año hay por todas partes. En realidad es un manantial –que mana- protegido por una piedra más o menos plana. Peor suerte ha llevado la fuente de las Vecillas, a 700 metros de ésta, entre la carretera y una cañada. No queda ni rastro, solo algunas junqueras.

Fuente de los Gallegos

Últimos picos

Un camino nos conduce, en subida, hasta el alto de los Cotos, desde el que se contempla no solo el valle del Bajoz, sino también, al fondo, Mota y las otras cuestas y cerros que le hacen compañía. Una suave neblina atravesada por la luz del sol poniente le da al paisaje cierto aire romántico y decadente. Por aquí, ya se ve, todo es antiguo y está caído.

Cuando nos queremos dar cuenta ¡nos hemos quedado sin camino! ¿Algún problema? ¡De ningún modo!: tenemos nuestras bicis-cabras que nos conducen como si nada al fondo del barco de las Viñas, donde tomamos un camino que baja hasta el río Bajoz.

Cuesta Tijera y otras motas

Después de tres subidas al páramo, a alguno todavía le sobran fuerzas y de una carrera se presenta en la cima del cerro Cuesta Tijera, poniendo como excusa que hay un buen panorama sobre Mota. Pues claro que lo hay. Y abajo un buen lugar para descansar, lo que es igualmente cierto.

La cuesta Gradera y otras especialidades del sur

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El pasado jueves, aprovechando la fiesta, hemos dado una amplia vuelta por el sur de la provincia de Valladolid: San Vicente del Palacio, Lomoviejo, Salvador de Zapardiel y Honcalada estaban situados en nuestro trayecto. El día, después del último temporal, se presentó especialmente claro, por lo que pudimos contemplar en lontananza pueblos como Rubí de Bracamonte –con la nave de su iglesia destacándose en la llanura-, Fuente el Sol –de la que sobresalía su castillo-, Muriel, Ataquines, Donvidas, San Esteban, Sinlabajos, incluso se recortaban muy al fondo, al oeste, las torres de Madrigal. Y, por supuesto, al sur se elevaban la Serrota y la sierra de Segovia, esta última nevada.

El puente

El sol lució durante la primera parte del trayecto y se ocultó tras una gasa de nubes que fue en aumento durante la segunda parte. Los camposantos, debido a la fecha, estaban abiertos y concurridos. En los otros campos corrían las liebres perseguidas galgos y galgueros.

Salimos de San Vicente del Palacio en dirección norte, para contemplar una joya de la ingeniería civil: el puente de la antigua calzada de Madrid a Galicia sobre el río Zapardiel. Muchos ojos y mucho puente para un río que ya no lo es. Pero no diremos más, sino que esperaremos a que Durius Aquae nos cuente algo de su historia y construcción en una de sus entradas próximas.

La llanura

Y desde allí cambiamos de rumbo, hacia el sur. Los caminos estaban húmedos –había llovido los días anteriores- pero las charcas, lavajos y humedales no tenían agua. Mucho tiene que caer todavía para que la tierra se recupere del verano pasado. Todo se había pintado de un color entre gris, amarillo y pardo. De hecho, los rebaños de ovejas –por no hablar de aves y pájaros terreros- habían desaparecido, camuflados.

Pasamos junto al lavajo y el torrejón de Serracín y seguimos un estrecho humedal en el que no faltaban lavajos… secos. Ni avutardas. Al llegar a las Navas, cruzamos la carretera de Ataquines para tomar el camino que nos llevaría, casi en línea recta, a Lomoviejo, pasando por otros humedales y lagunas, dejando a la derecha el arroyo de la Tajuña y a la izquierda el alto alomado de Pradillos, con su vértice geodésico. Por encima de nosotros voló, altísimo, un bando de grullas, fácilmente reconocibles por su griterío.

Tierra, avutardas, pivot…

Llegamos a Lomoviejo, que está junto a otro lomo. Nos acercamos a su iglesia, que tiene un precioso pórtico de arcos deprimidos isabelinos; las columnas que lo soportan son de granito -que aquí domina a la caliza- y el suelo está recubierto con antiguas lápidas sepulcrales.

Salimos hacia el este por la colada de las Canalizas. El lavajo del Tío Juan tiene agua, y las ovejas han bebido recientemente. No así el de la Caballera. En el inmenso prado de las Canalizas pastan las vacas, y el camino o cañada da un rodea para cruzar por un vado el seco Zapardiel.

Prado de la Reguera

En la Reguera vemos la fuente del mismo nombre, seca. El prado al menos está verde, apto para rodar por él. Entre nosotros y el Zapardiel, un lomo. En el lomo, un pinar de gigantescos negrales, limpios y luminosos gracias a las lluvias de los últimos días. También pasamos junto a una telera metálica sin ovejas. En el prado de las Gayanas nos ladran los perros, pero tampoco vemos ganado. Al fin, llegamos a otro pueblo sencillo, Salvador de Zapardiel. Su iglesia es similar a la que acabamos de ver en Lomoviejo, mudéjar, pero carece de pórtico. Tras ella, el pozo tradicional abastece ahora de agua corriente a los vecinos. Al fondo vemos Sinlabajos, que perteneciera a Salvador. Ahora es de otra provincia. Todo cambia, aunque no mucho.

La sierra desde la cuesta de los Canteros

Al este se levanta, a unos cinco kilómetros, una auténtica montaña para estas tierras llanas de Medina y Arévalo. Son los altos de la Gradera, del Guindo y de Donvidas que están cien metros por encima de nosotros. Habrá que subir, ¿no? Por Muriel y Salvador hemos pasado más de una vez, pero hasta allí nunca hemos llegado. Pues nada, tomamos la cañada de la Lámpara y nos colamos por la cuesta de los Canteros hasta el alto del Guindo. Todo indica que estamos en un lugar perdido y olvidado, justo en el límite de Valladolid con Ávila. Seguimos por la cresta hasta la cuesta del Caballejo de 870 metros y la cuesta Gradera, por la que bajamos a campo traviesa para tomar senderos y caminos que nos dejarán de nuevo en la llanura. Pero antes echamos la vista atrás para ver mejor las terrazas y gradas de la Gradera, sin duda obra humana para aprovechar mejor estas tierras tan perdidas como difíciles.

Cuesta Gradera

Rodamos por diversos caminos, cruzando cerca de humedales y lavajos secos, con los ataquines al este y las torres de Madrigal al oeste, hasta llegar a Honcalada, que a duras penas mantiene la torre mudéjar de su antigua iglesia. Después, pasamos junto al caserío de San Llorente, cuyos viejos edificios tienen también un inconfundible sabor mudéjar. Por aquí, todo lo humano refleja el aire mudéjar.

Finalmente, cruzamos entre los ataquines para tomar la cañada que aprovecha el trazado de la vieja calzada que nos dejará en San Vicente.

La ruta en wikilok según Durius Aquae.

Por el norte de Palencia: el románico de Aguilar

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Esta vez nos hemos ido a una ruta por la provincia de al lado y, en concreto, hemos dado la vuelta al embalse de Aguilar, visitando pequeños pueblecitos que tienen verdaderas joyas por iglesias. Se trata de la ruta popularizada por Jesús Calleja, y hemos comprobado que hay un montón de ciclistas que la han subido a Wikiloc.

El día no pudo salir mejor para el mes de noviembre: sol, temperatura agradable, nada de viento. Hace pocos días pasó un temporal que pintó de blanco las crestas de la cordillera y sus picos más importantes. Y se anunciaba otro para el día siguiente.

No hace falta estar pendiente del mapa ni del GPS; la ruta está perfectamente señalizada en todos sus cruces y desvíos. Y, en general, el firme es bastante bueno. La zona peor para nosotros fue, ya al final, en el monte Royal, pues la pendiente -de bajada- era muy fuerte y el firme resbalaba a causa de la humedad.

Por lo demás, fue una auténtica gozada rodar entre bosques de robles, arroyos con chopos dorados, prados en los que pastaban vacas y ovejas, picos y rocas… y con un aire claro y limpio. El embalse lo vimos poco, solamente al salir y, ya de vuelta, al pasar por la presa. También en el alto del Chozo, antes de caer a Vallespinoso. El Pisuerga lo cruzamos por el puente de Salinas, y en el prado de su ribera hicimos una parada técnica de avituallamiento.

Fuimos a buen ritmo, al que nos marcaron Fran y Luis, que se salían del pelotón. Menos mal que este último pinchó más de una vez. Jesús, aunque a veces iba rezagado y ponía pie en tierra si las cuestas se empinaban demasiado, pudo tirar en todo momento gracias al café con chupito que se tomaría en la meta. Joaquín hizo un alarde de poderío en la primera parte… que no tuvo continuación en la última. Y los demás hicimos lo que pudimos para salir con dignidad en las fotos y llegar a la meta dentro del control.

El románico de esta zona no sigue exactamente los cánones de este estilo, pero se deja llevar por su aire e inspiración. Es algo así como la encarnación del románico según el espíritu y buen saber de los constructores locales. Una auténtica joya que también se funde con la naturaleza de la montaña en que nació. Junto a casi todas las ermitas se ha levantado un sencillo camposanto, que no las desluce, pues está perfectamente conjuntado (bueno, esos mármoles modernos, grandes y grises sí pueden deslucir un poco y no contribuyen nada a la vida eterna del que reposa…)

Dejo aquí las iglesias por las que pasamos, por su orden:

  • Santa Juliana, en Corvio. Es del siglo trece y llama la atención su torre, muy estrecha de fondo pero con la misma anchura que la nave.
  • San Martín, en Matalbaniega, de finales del siglo doce, que nos sorprende en medio de un amplio prado y posee dos portadas que parecen hundirse en la pradera.
  • San Juan Bautista, en Villavega, construida entre los siglos doce y trece. En el interior destaca una gran pila bautismal igualmente románica.
  • Santa María la Real, Cillamayor de mediados del siglo doce. Tal vez su origen esté ligado a un antiguo monasterio. Su pórtico resplandece al mediodía, especialmente si hace sol como en nuestro trayecto. Realmente es algo que les ocurre a casi todas estas iglesias, pues están construidas –total o parcialmente– en piedra arenisca o caliza de tonos anaranjados.
  • San Andrés, en Matabuena. Nos costó un poco acceder a ella por que se encuentra en un alto. Pero mereció la pena, por ella misma y por el paisaje del valle de Santullán y las montañas tras las que se extiende el valle del Ebro que pudimos contemplar.

  • San Bartolomé, en Bustillo de Santullán. Antes de acceder a ella bebimos en una fuente tradicional, a la entrada del pueblo, que cuenta con una vaso metálico encadenado. Y luego, en un corro, había otras dos sencillas fuentes que aprovechaban la abundancia de agua en el lugar.
  • Santa Marina, en Villanueva de la Torre, de finales del siglo XII. Se levanta en una ladera de fuerte pendiente, motivo por el cual tiende a deslizarse, y se aprecian importantes grietas. Pero sigue en pie después de nueve siglos. También pasamos junto a una preciosa fuente de estanque y, naturalmente, junto a la torre que da nombre al pueblo.
  • San Pelayo, en Salinas de Pisuerga, no es románica, sino del siglo XVI, igual que el puente por donde cruzamos a la orilla derecha del Pisuerga. Junto al puente, una pesquera que eleva el agua hacia el caz de un molino.
  • La iglesia de la Asunción de la Virgen, en Barcenilla de Pisuerga, tampoco es románica, pero merece la pena acercarse a ella y a su magnífico pórtico oculto entre árboles.
  • Santa Eulalia y la Asunción, de finales del siglo doce, están en Barrio de Santa María.

  • Y Santa Cecilia, en Vallespinoso, de finales del siglo XII, sale de la misma roca sobre la que se levanta y con la que se confunde, dominando el valle. Un curioso arco bajo la escalera de la torre la hace más original, si cabe.

Faltaría el monasterio premostratense Santa María la Real, en Aguilar de Campoo, que se encuentra en el origen de muchas de las iglesias por las que hemos pasado. He aquí el trayecto.

Un claro entre nubes

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El pasado fin de semana estuvo lloviendo a jarros. Nada animaba a dar una vuelta en bici; en casa se estaba tan ricamente oyendo llover. Pero el sábado, después de comer, dejó de caer agua a la vez que se puso a soplar el viento. Y acabó saliendo el sol, muy tímidamente y solo a ratos. ¿Para qué más? El campo parecía decir ven a verme.

De manera que le hice caso y allá que fui. Solo un rato. Solo hasta que se hizo de noche, que ahora el sol se mete pronto. Pero lo justo para saludar a un noviembre ocre, lluvioso y embarrado.

Punto de partida: Traspinedo, por el camino del Arenal. Después de pasar junto a las desmochadas ruinas del molino de Papel, llegas, claro, al arenal. Pura arena. Tanto, que tienes que ir con la bici de la mano. No hay otra. Y cuesta caminar. Al poco, pasas por un puente, rústico como pocos, hecho de grandes lajas de caliza colocadas sobre arroyo del Molino, que no es arroyo de verdad aunque tenga algunos árboles en las orillas, sino una zanja o acequia seca.

Después de seguir el arroyo, el paseo discurrió entre pinos por caminos con firme normal, que se agradecía. Este monte -de abundantes juncos y con algunos pozos y lagunas- olía a lluvia, y los pinos parecían limpios, nuevos, como recién estrenados para uno que pasaba por allí (!). La tamuja también estaba pulcra, sin polvo, suave. Así, acabamos en Sardón, para rellenar el bidón en la fuente de la plaza.

Otro parón en los majuelos próximos, haciendo un poco de rebusca: ¡qué dulces y ricas estaban las tempranillo! Entre majuelos y encinas, con miedo a la pegajosa arcilla, fuimos cuesta arriba por el camino de los Robles que, en el mismo cerral, nos esperaban (los dos) para darnos la bienvenida tras la sudorosa subida. Estaban vestidos como arlequines, al modo pop-art: con una mitad seca y otra mojada. Viejos y simpáticos. Un poco más allá, siguiendo un camino de ásperos bogales, los restos de un horno de la cal.

Y, otro poco más allá, el plato fuerte de la excursión: el mirador del Pico del Moro que nos mostraba, a nuestros pies, el valle del Duero. Hacia el este, el valle acogía entre sus laderas, muy separadas, la luz del poniente que se metía difuminada entre nubes volanderas de puro algodón, vapores traslúcidos y algún chaparrón. Al frente, Sardón, los chopos de la ribera, las laderas del pico Melero, la Abadía de Retuerta y sus viñedos, Quintanilla de Onésimo, y todo a la luz casi horizontal del sol que se colaba desde la boca del valle iluminando cada resalte para sacar sus matices otoñales… ¡Un auténtico espectáculo natural y gratuito!

Poco después, en la bajada, el sol seguía sacando los colores a los pinos y encinas del barco del Gollón y se dejaba ver entre las hierbas y matas del borde del camino. Entre pinares, ya de noche cerrada, llegamos a Santibáñez y más tarde a Traspinedo, donde los vecinos celebraban a su patrono, san Martín.

Aquí, el recorrido, de unos 30 km.

Cuevas deshabitadas y una fuente recuperada

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La excursión de hoy ha consistido en atravesar el páramo de los Torozos desde Corcos hasta Santa Cecilia del Alcor. Día gris, fresco, sin sol y con el viento que buscó en todo momento la confrontación, el cara a cara.

Los paisajes se fueron alternando: amplios campos en el páramo, arcabucos en el monte, recogimiento en los vallejos. Y algunos caminos totalmente intransitables a causa de las rascaviejas acumuladas, que enredaban y bloqueaban ruedas, cadenas y cambios. ¡Nunca se habían visto tan infestados de esta maleza seca los campos! Seguramente la causa hay que buscarla en las abundantes lluvias de la última primavera.

En Santa Cecilia

Nos detuvimos de manera particular en las cuevas deshabitadas de Trigueros y Santa Cecilia, que antiguamente -hasta mediados del siglo pasado- fueron casas en las que vivía gente más bien pobre: jornaleros, pastores, viudas. Evidentemente tenían pocas comodidades: frías en invierno y en verano (más en verano), húmedas, estrechas y bajas, inseguras… Pero es lo que había entonces y no todo el mundo podía habitar una casa normal, de barro o piedra. Y fue algo muy común en este páramo y en los del Cerrato: Cabezón, Quintanilla de Trigueros, Mucientes, Cigales o Cubillas tuvieron este tipo de viviendas, por no citar más de una docena de localidades en la limítrofe provincia de Palencia.

El Castillo

Cuevas bajo el Castillo

En Trigueros se agrupan alrededor del Castillo (que es como se conoce a la ermita de la Virgen del Castillo), ocupando la visera del páramo, es decir, el espacio que queda bajo la capa de caliza más superficial después de excavar la parte de debajo, de margas y yeso, como de dos metros de espesor. Una vez excavada, se cerraba con un muro de piedras del mismo páramo, dejando hueco para puertas y ventanas. Los tabiques eran de yeso no retirado. Dentro tenían sus chimeneas y cocinas, e incluso en una de ellas puede verse todavía un horno.

Panorama de Trigueros

Encima, en un picón de la paramera, se levanta la ermita. En el origen debió ser muy antigua, nada menos que del siglo X, pues la puerta exhibe un arco mozárabe y encima, una piedra con un dibujo del mismo estilo. Todo lo demás es muy posterior, de construcción relativamente reciente. Pero lo mejor es la vista desde este mirador: el pueblo se extiende a nuestros pies, con sus plazas, calles, iglesia de ábside románico, castillo en el fondo sur, bodegas, palomares, arboledas… Una maravilla para la vista.

Santa Cecilia del Alcor

Es otra cosa. Vemos dos grupos de casas cueva, uno al oeste y otro en el extremo este, ya fuera del pueblo. Del primero quedan algunos restos de cuevas muy hundidas y otras que no se ven porque se construyeron delante casas el siglo pasado, quedando ocultas las cuevas. Fue una mejora habitacional.

Interior de una cueva “amplia”

Pero las del extremo este son visibles y visitables -con un poco de cuidado, dada la inseguridad por las caídas de algunas viseras de piedra. Se extienden, igual que las de Trigueros, bajo la capa de caliza del páramo, que ha quedado sin la zona de yeso y margas que tenía debajo. Se pueden apreciar diferentes tipos o planos de casas, con sus cocina, alcobas, almacenes, cuadras. En algunos casos no queda nada del muro exterior, pero en otros casos se puede observar hasta un alero hecho de lajas de piedra que protegía de la caída de agua por el muro.

Obsérvese el detalle del alero

Fuente del Parral

Vamos, finamente a por esta fuente, que en otras ocasiones no habíamos encontrado… por no haberla buscado bien. Al bajar del monte de Dueñas por el barco que hay a partir del Torilejo, dimos con las tierra abiertas de Quintanilla y, enseguida, con el arroyo del Prado. Pues bien, unos 50 metros más arriba del puentecillo, en el mismo cauce del arroyo, donde se ve un montoncillo de piedras, está, medio sepultada por la maleza, la fuente del Parral. Nos costó trabajo encontrarla, pero allí la encontramos, viva y fluyente. Seguramente hace años que nadie se acerca a verla. Como el arroyo estaba seco por encima del manantial, no tendría que ser complicado dar con ella.

El claro del fondo no se movió en todo el día

También pasamos por la fuente del Conde (seca), a la ida, antes de llegar Quintanilla y antes pasamos cerca de la fuente del Pradillo, al caer desde el paramillo que subimos nada más salir de Corcos. Poco antes de llegar a esta fuente, nos llamó la atención el cauce del arroyo de Valdemuñón, que forma pequeñas cascadas debido a que las finas placas de caliza resisten al agua de la torrentera, mientras la tierra que tienen debajo es desalojada y arrastrada.

El recorrido fue: de Corcos a Trigueros subiendo al páramo, de aquí a Quintanilla por la fuente del Conde, luego por los corrales de Hoyalejos y por el monte hasta Santa Cecilia, volviendo por Paredes, hornos de Font, monte de Dueñas, los Tres Pinos, Trigueros y Corcos. 60 km de nada.

Cascada -seca- en el arroyo de Valdemuñón

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