Subiendo por el valle de Arranca hemos llegado al ras del páramo, que está a 900 m de altura. Nos acercamos a un corral con protecciones contra los lobos y que está unido a una casa de barro, convertida también en encerradero de ganado. Muy cerca, en una pequeña hondonada junto al valle, una caseta con su pozo y abrevadero. Hay agua, pero ¡a qué profundidades! Como tiene caldero con soga, algún verano nos ha salvado tras una buena sofoquina. El lugar, como tantos otros de la comarca, es idílico, con su prado de hierba rala, sus encinas y robles, sus majanos. Y donde no hay verde, se deja ver la tierra colorada…
Nos vamos por la colada del camino real de Palencia que cruza la Burgalesa y recorre campos que fueron roturados y arrebatados al monte. A pesar de todo, abundan las encinas y robles de buen porte aislados en las tierras de labor y algunas manchas de monte. Paramos a beber agua en la fuente de Valdileja, que conocemos bien de otras ocasiones y que sigue echando con fuerza su chorro de agua.
Enseguida, nos encontramos ante un complejo único: los corrales de la Tiñosa. Único por su extensión y por las proporciones de sus construcciones pastoriles. Distinguimos dos chozos muy esbeltos y bien conservados y varios corrales –más de veinte- que gozaron de anchas tapias de piedra, hoy en buena parte derruidas. Además, vemos dos tenadas con su corral, que aún se utilizan para guardar ovino y tienen la particularidad –frente a las corralizas- de estar techadas, con tejas en este caso, a una vertiente y a dos aguas. Son, además, construcciones más modernas y necesitadas de un mínimo mantenimiento pues se soportan con pies de madera o ladrillo y entramado para el techado del mismo material.
Nos vamos de este complejo con un poco de pena por no haberlo recorrido más despacio. Tal vez más adelante volvamos a pasar por aquí, nunca se sabe.
El caso es que, después de rodar de nuevo por la llanura entre tierras de labor y rodales de monte, llegamos a otro complejo pastoril: los corrales de la Pedriza. No es tan amplio como el anterior, ni cuenta con tenadas, pero tiene un chozo especial y único que, además de ser esbelto como pocos, tiene como un refuerzo consistente en un anillo de casi dos metros de alto por uno y medio de ancho que lo circunda, de la misma piedra que la cabaña. Seguramente será uno de los chozos más cálidos en invierno y frescos en verano. El lugar se encuentra rodeado de monte y muy cerca hay una caseta con pozo, mesas y barbacoas. Como para pasar una buena tarde de primavera, o un buen día de invierno.
Como no lejos se encuentra la cañada real Burgalesa, nos vamos por ella hacia el oeste. La conocemos bien, se trata de una cinta de monte entre tierras de labor, si bien se une a encinares y robledales cuando pasa cerca de las laderas de los valles. En un camino que sale hacia Población, nos acercamos a ver las ruinas de una antigua casa de labor. Pero al descubrir un poco más allá un gigantesco roble con las hojas de color ocre, no podemos menos que aproximarnos a él. Su elevado porte contrasta con la llanura, y con el resto de encinas y robles que, a su lado, no dejan de ser unas simples matas. Y volvemos a imaginar cómo sería el Cerrato hace pocos siglos, a pesar de lo soberbio y hermoso que hoy (todavía) lo vemos.
La cañada sigue su rumbo hacia Valladolid y nosotros descendemos en dirección a Esguevillas siguiendo el cauce del arroyo Valdeladuerna. Ya casi abajo, nos desviamos para acercarnos a la fuente de Antanillas, que mana agua por una tubería ancha de plástico y tiene delante dos feos abrevaderos de cemento moderno. Detrás todavía podemos ver las piedras de la construcción original. Bueno, al menos no ha desaparecido. Más vale así. Desde la fuente, junto a la cual abundan las flechas de yeso, se divisa el amplio paisaje del Vallesgueva.
Después de cruzar Esguevillas nos acercamos al otro grupo de bodegas, las de Carratamarilla, que en general se encuentran peor conservadas que las del Cristo -pero quedan algunas simpáticas- y de aquí nos vamos al Esgueva o, por mejor decir, a la Esgueva.
Y así, vemos cómo al menos tres arroyos o esguevillas desembocan en la Esgueva Vieja. Y es que son eso: verdaderas zanjas sofocadas por el carrizo que se unen a una tercera, más amplia. Todas parecen estar secas, a pesar de que proceden de arroyos con agua (San Vicente, Valdeladuerna, San Miguel, Nogal, Valdelatín). Tal vez sea a causa de la pertinaz sequía. Pero, en todo caso, ya se ve que los antiguos arroyos –y la propia Esgueva- han sido convertidos en zanjas, desviando los humanos su cauce conforme a sus necesidades y a los peligros de las riadas. Un poco más al sur, el cauce de la Esgueva Nueva sigue cumpliendo su función de soporte para las aguas.
El sol nos regala sus últimos rayos y las mimbreras, muy abundantes en la orilla izquierda, se vuelven incandescentes. La luz que ha llenado el día se apaga. En la otra ribera, nos parece vislumbrar una sombra que se mueve: tal vez sea la mora que al anochecer sale en busca del agua de la Esgueva para conservarla en su cueva del pico de la Alcubilla (que curiosamente significa arca de agua). Al igual que a la mora de Sieteiglesias, los hombres de Esguevillas la temen y prefieren evitarla. Nosotros también preferimos retirarnos después de una jornada luminosa y llena de aventuras, no sea que lo estropeemos al final.