Partimos de Esguevillas de Esgueva, o sea, de una inmensa explanada –inmensa para estar en el Vallesgueva– sobre la cual discurren varias esguevillas que, curiosamente, desembocan en la Esgueva Vieja. Pero de todo esto hablaremos –esguevas y esguevillas, nuevas y viejas- al final de la excursión.
Nuestro primer destino se encuentra en las bodegas del Cristo –dejemos las de Carratamarilla también para el final- desde donde contemplamos una bonita estampa de la torre de la iglesia dedicada a San Torcuato. El nombre de este santo –uno de los primeros que evangelizaron España, después de Santiago y San Pablo- se recuerda precisamente en las localidades más antiguas de nuestra Castilla; además en Esguevillas, hacia el norte, hay un topónimo La Calzada, que indica seguramente la existencia de una antigua vía romana. Total, que sin duda Esguevillas es uno de las localidades más antiguas de nuestra provincia y región.
La siguiente etapa –no hemos recorrido ni 500 m- nos lleva a una vieja tejera, no tan vieja como la Calzada que pasaba al lado. Está en la base del páramo, lugar muy adecuado para extraer la arcilla que luego se convertirá en ladrillo y teja. Del horno queda la mitad y de la casa aneja casi nada. Pero vemos tejas formando hileras almacenadas en diferentes montones. Y ladrillos. Como si el tejero se hubiera ido de viaje o puesto enfermo y allí hubiera quedado su obra. Que siga por muchos años, respetada por agricultores, pastores y caminantes. Y chavalería de Esguevillas. El tejar es perfecto para contemplar los amplios valles que confluyen en Esguevillas.
Queremos subir al páramo por la colada de Hoyadas pero nos tenemos que dar la vuelta pues la granja San Cristóbal está vallada. Una pena, pero ya tendremos oportunidad de contemplar buenos robles y encinas.
La etapa que rodamos ahora nos lleva a la ermita de San Vicente, donde se celebran las fiestas de este patrón esguevano. Es un templo de buenas proporciones, y destaca su atrio que puede servir de amplio refugio en caso de lluvia o tormenta. El valle de San Vicente, por el que ahora subimos, tiene un amplio fondo dedicado al cultivo y unas laderas, especialmente la norte, cubiertas de matas de encina en muchos puntos acarcavadas. El bocacerral es prácticamente vertical, e incluso a un lugar lo denominan despeñabueyes. En medio del valle vemos una balsa, hundida en el terreno, destinada a regadío.
Rodando, rodando, llegamos a un paraje delicioso en el que la ladera se suaviza y deja ver su tripa blanca –Torralbo se llama precisamente- de yeso; tiene la forma de un amplio circo. Contra el blanco, encinas verdes y robles ocres, en el fondo de valle abundan las junqueras, señal inequívoca de la abundancia de agua en el subsuelo. Ascendemos por la ladera para contemplarlo todo mejor. Comprobamos que el Cerrato –como tantos otros paisajes de la provincia- nunca defrauda al que lo recorre, a pesar de que el sol sacaba demasiado bien los tonos amarillos, marrones, ocres y blanquecinos propios de una prolongada sequía. O precisamente por eso: era lo que tocaba en estos momentos.
Ahora subimos como por un espigón para enlazar con la cañada real Burgalesa, cinta infinita –sobre todo en esta comarca- salpicada de abundante monte de encina y roble. Es como una alfombra, relativamente verde, que atraviesa exhaustas tierras de labor, demasiado secas.
Cruzamos la carretera, muy estrecha, y después de subir una ladera de yeso puro, seguimos por la falda del valle de Arranca. Es una falda de maleza y matorral, muy inclinada, pero tanto para las merinas antaño como para las burras hoy no ofrece mayor dificultad; al revés, siempre es agradable rodar por un estrecho sendero que por momentos desaparece. Al fondo, el valle, todavía con sus tierras de labor y sus robles aislados entre ondulación e inclinación. Todo una maravilla, si no fuera por la pertinaz.
Y ahora sí, ahora la cañada ocupa prácticamente todo el fondo del valle que ha cambiado de fisonomía para convertirse en un verdadero humedal, salpicado de juncales y otras plantas que se nutren de abundante agua. Ni qué decir tiene que ahora todo está amarillo y seco. El fondo sigue siendo plano, pues el valle tiene la forma típica de artesa. Las laderas están repletas de robles, más grandes cuanto más cerca del humedal. Cerca del cerral, aparecen los pinos y las matas de encina.
Pasamos junto a un grupo de leñadores –que además de dar utilidad a la leña, limpian el monte- y luego nos detenemos en el pozo de la Tablada, que tiene agua ¡y excelente! cerca de la superficie. Menos mal. Un poco más y la cañada se nos va ladera norte arriba, buscando el valle del arroyo Madrazo.
Pero nosotros seguimos por nuestro de Arranca a pesar de que el camino desaparece durante poco menos de un kilómetro. Y precisamente a continuación, en el último kilómetro, descubrimos dos colmenares arruinados y otros dos corrales igualmente derruidos que nos hablan de cómo antaño estos campos y montes estuvieron un poco más concurridos.
Y, después de unos 12 km, se nos ha acabado el valle que traíamos desde Esguevillas. Sin casi darnos cuenta, hemos llegado al páramo. Continuaremos en la próxima entrada. Aquí podéis ir al recorrido en wikiloc.