En la entrada anterior hablamos de los Evanes, que seguramente fue lo más llamativo de la excursión. Pero hubo mucho más.
Salimos de Nava del Rey, donde la noche anterior se había celebrado la procesión de la Virgen de los Pegotes, lo que se notaba en la calle y en ventanas y balcones. Por eso, cuando visitamos la ermita de la Concepción, la Virgen no estaba en su camerino habitual, sino abajo, en la nave, sobre un pequeño altar. Y un goteo continuo de navarrenses se acercaba a saludar a su patrona.
También pasamos por el cementerio municipal, de 1889. Como hace poco más de un año habíamos visto el civil, así como el antiguo católico en cuyo recinto se encuentra la ermita del Cristo de Trabancos, teníamos esta curiosidad. De manera que recorrimos el bonito y recto paseo, adornado de hileras de cipreses, que conduce al camposanto desde el lavajo de las Cruces.
En el camino hacia los Evanes atravesamos varias cañadas y pasamos junto al Mirador, que es como un avance del paramillo sobre el valle del Trabancos. Merece la pena hacer una parada para contemplar este hondón, Sieteiglesias y, más al fondo, las agujas de Alaejos y la ermita de la Virgen de la Casita. Hacia el otro lado, la cadena de Torozos. Qué descansada vista la del que –al menos semanalmente y sin subir a la montaña- puede contemplar estos amplios paisajes de un fondo casi infinito…
Y después de una descansada cuesta (hacia abajo, claro), llegamos al fondo del valle, que no del río. Por un arenal que hace de lecho seco y recuerda más un desierto que un humedal, entre árboles muertos, y después de atravesar la autovía y el viaducto del AVE, nos presentamos en el Eván de Arriba.
Y dejado el de Abajo, la cañada de Bayona nos condujo de nuevo al cauce del Trabancos, que forma un territorio feraz para el cultivo, donde precisamente cruzamos otra cañada, la de Salamanca. Y así, acompañando al cauce seco y protegidos del viento oeste por el pinar, llegamos a Bayona y a la desembocadura misma del Trabancos. Bueno, lo de desembocadura es una ilusión, pues como la corriente de agua brilla por su ausencia, la unión se hace irreconocible, y todo es un maremágnum de zarzas, ramas, troncos secos y zonas pantanosas sobre lo que se avanza con dificultad.
Este lugar también estuvo muy concurrido allá por la edad media: Bayona era un pueblo no pequeño que ha dejado su nombre en cañadas, pinares y tierras; Pozuelo del Eván se encontraba en la orilla izquierda, entre el Eván de Abajo y Bayona, frente al molino; la Porra estaba entre Bayona y Pollos. Como se ve, la comarca ha ido perdiendo importancia con el paso de los siglos…
Para volver tomamos otra vez, pero en sentido contrario, la cañada de Bayona, que nos condujo hasta el molino de Trabancos, pues hasta molinos movía nuestro imaginario río cuando era real. Río abajo quedan las Peñas de Santa Lucía –otro buen balcón del valle- y río arriba veremos las grandes peñas –alguna desprendida- que dan a la alameda del Conde. En la explanada del cauce, una gran densidad de árboles: algunos vivos, otros moribundos, muertos los más. Triste espectáculo de una belleza que desaparece para no volver. Y es que aquí –donde se levantó Pozuelo del Eván- los pozos que hemos visto, algunos bien profundos, ya no tienen agua.
Y seguimos el cauce –de vuelta siempre aguas arriba, claro- por la orilla derecha. Cuando quisimos pasar por el caserío de Santa Lucía del Anís ¡¡¡había desaparecido por completo, caramba, caramba!!! En su lugar, una plantación de arbolitos ¿almendros? Ya veremos. No se sabe qué es mejor, si dejar las ruinas a su aire y que se las coma el tiempo o hacerlas desaparecer para que no estorbe a una plantación. Al menos, lo primero es más romántico…
Ahora, continuamos por un sendero con agradables toboganes que nos sirvió de auténtico mirador para contemplar los prados y alamedas que sobreviven abajo, en el cauce ancho del Trabancos, hasta que llegamos a la altura del Eván de Arriba, en cuya pradera pastaba un rebaño de toros de un color negro reluciente que destacaba de manera llamativa sobre el no menos reluciente verde.
Y desde aquí, por el humedal o arroyo de los Altares, nos fuimos a enlazar con otro curioso sendero-mirador que, a media altura y entre continuos –y ahora ya un poco cansados- toboganes, nos llevó contemplando el valle –que se perdía más allá de Alaejos- y bajo la protección del paramillo de las Aguileras hasta el alto de las Calaveras. Desde aquí, después de recorrer 4 kilómetros tampoco exentos de –esta vez- suaves toboganes, nos presentamos en Nava, donde entramos por el Pico Zarcero, sobre el que se asienta la casa de la Concepción.
Tiempo nos quedó para entrar en la catedral de Nava y admirar los tesoros que contiene.