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Channel: Valladolid, rutas y paisajes
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Excursión familiar a Villavaquerín

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Esta vez se trataba de hacer un recorrido en familia por más de treinta rodadores. Había de todo un poco: gente joven, gente mayor, gente mediana, niños…    Sobre buenas bicis y sobre auténticos trastos de dos ruedas gobernables con dificultad. Los que estaban en forma llegaron a Villavaquerín y volvieron a Valladolid. Los que habitualmente no rodaban demasiado se quedaron allí y les trajo el coche escoba o alguna familia de las que habían ido en vehículo de cuatro ruedas a comer y pasar la tarde en la casa de los padres de Juan, que es donde nos dimos cita.

Salimos de la Escuela Deportiva Niara –punto de encuentro- para atravesar el Pinar (-¡ay ay ay suspiraba Teresita intentando dominar su bici que quería quedarse clavada en los bancos de arena; lo mismo volvió a suspirar cuando casi se cae a la acequia y cuando, ya al final, no podía mucho más con una cuesta arriba suave pero prolongada…) y llegar a Laguna. Aquí se despistaron Juan Carlos, Álvaro y  Juan y, por su cuenta llegaron a Herrera y Tudela; los encontramos al final en Villavaquerín. (Sabían que allí había comida).

Por el Canal de Duero todo fue tranquilidad. Bueno, algún ciclista que venía en dirección contraria a toda pastilla casi se pega un buen remojón. El camino de sirga se encontraba con un firme perfecto y los chopos y fresnos empezaban a amarillear. En el cruce con la antigua carretera de Segovia, a la altura del viejo Tubo Barrasa, recogimos a Pino, Javier, Luis y  Javito.

Y así fue transcurriendo todo, sin mayores incidentes salvo algún pinchazo como el de Jotas. En algunos el cansancio empezaba a haer mella y el pelotón se estiraba y estiraba hasta alargarse dos o tres kilómetros. En cabeza siempre estaban Íñigo, Luis, Alejandro, Álvaro, Alfonso, Santiago, y Chucho controlando para que no se escaparan; solían cerrar la comitiva  Alberto, Fernando, David, Joaquín…

Pasamos bajo dos autovías –Segovia y Tudela-, cruzamos junto a las lagunas de Fuentes, y dejamos al sur Tudela de Duero. Pero había que dejar el Canal, y así lo hicimos al llegar a las Mamblas, que rodeamos para acercarnos al arroyo Jaramiel. El camino se empezaba a hacerse largo. No obstante, ahí se mantenían, en medio del pelotón como campeonas dispuestas a dar el salto a la cabeza  las dos Isabeles, Ana, Mencía, Teresa y María.

En Villabáñez –donde se elabora una de las mejores cervezas del mundo mundial- paramos a repostar en la fuente. Rafa prefirió subirse al arca para contemplar el panorama. Algunos llegaron a bañarse en el pilón. ¡Qué fresquita y rica estaba el agua! Otros –los de cabeza- se echaron una siesta como de media hora en el prado del Humilladero, hasta que llegó el grueso del pelotón.

Quedaba lo más duro. Una recta larga, larga, con algunos repechos que, por el valle del Jaramiel, nos condujo hasta Villavaquerín. Algunos creían que nunca se iba a acabar, pero llegó un momento en que la torre de la iglesia –que se veía ya desde Villabáñez- estuvo al alcance de la mano. Claro que quedaba todavía un último repecho pues el lugar al que íbamos, repleto de ciruelos y nogales, estaba a un kilómetro del pueblo, en la carretera que va hacia Olivares.

¡Qué gusto cuando llegamos! Aparcar la bici y ponerse a beber/comer fue todo uno. Los más jóvenes, a beber agua y refrescos. Otros tomamos un clarete fresquito que nos devolvió las fuerzas perdidas y, como por ensalmo, se borraron los 40 km recorridos. Otros a tocar la guitarra, e incluso algunos –era el no parar- a jugar en los columpios y toboganes. [La gente joven se recupera en un pispás y la gente mayor, con un clarete, también]

***

Llegó el momento de volver. Algunos  lo hicieron en coche, pero otros, la mayoría –unos 25- nos volvimos en bici por una ruta distinta. Ahí estaba Rafa que llegó a Valladolid como un campeón. E Íñigo, siempre en cabeza. Juan Carlos pinchó una, dos, tres veces y cuando se nos acabaron los parches y las cámaras se subió al coche escoba. Como Alejandro.

Todo el mundo coincidió en que la vuelta fue más bonita y entretenida, pues descendimos –unos 3 km- desde el páramo hasta Peñalba, y luego pasamos por los cortados con aspecto de tarta, que la mayoría desconocía. Las caídas en la senda de los Aragoneses fueron continuas pero sin mayor trascendencia para huesos y tendones. Más tarde rozamos la calzada romana de Simancas a Clunia y pasamos también junto a lo que fue Nuestra Señora del Duero, una de las primeras repoblaciones de la zona.

En fin, que entre unas cosas y otras se nos hizo de noche. Pero antes de acabar queremos dejar constancia de que Teresa madre, Elena, Pino y Catalina completaron la ruta como auténticas campeonas. Total, algo más de 80 km.

¡Hasta la próxima!



Buenas noticias para el roble de Robladilo

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De El Norte de Castilla del pasado miércoles

En este blog puedes ver El roble de Robladillo

Y no sabía que, en medio del páramo de los Torozos, una noche del pasado agosto, los pueblos de Castrodeza, Villán, Robladillo y Velliza se reunieron bajo la luz de la luna llena. No deja de ser curioso.


Matilla de los Caños

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Entre el extremo suroeste del páramo de los Torozos y Tordesillas se extiende un rosario de pueblos y aldeas: los Berceros,  Villavieja, Velilla, Velliza, Pedroso, Villán, Robladillo. Una de ellas, la que se encuentra en el punto medio, es Matilla de los Caños que no llegará a los cien habitantes. Lo de Matilla lo tendrán que determinar los filólogos, tal vez haga referencia al mismo término que Matajudíos y pueda significar algún tipo de monte o un hidrónimo. En lo de Caños no hay duda, por la abundancia de fuentes y manantiales en el término. En la misma localidad hay una fuente de dos caños, de buenas proporciones, que todavía hoy nos ofrece sus aguas (de dos tipos: por un caño agua tratada de la red y por el otro la de toda la vida).

Cuesta Blanca

El término se extiende por la ladera del páramo. Cuando los rayos del último sol de la tarde chocan contra la falda, desde Matilla el paisaje parece un cuadro dibujado a pastel. Así son los colores de los yesos, margas y calizas expuestos al sol rasante. Hacia el este destaca la cuesta Blanca y al oeste el páramo de las Mallas, que más bien es un estrecho picón. De la localidad hacia el sur el paisaje deja de ser un fuerte declive y se transforma en un conjunto de suaves cuestas onduladas moteadas de pinarillos y atravesadas por el arroyo del Prado. Al poniente linda con las laderas de Carricastro y al levante, tras del Pedroso de la Abadesa se levanta el páramo Valcuevo y el teso de  Valdelamadre; entre ambos  el collado de Pozuelo, agradable para cruzarlo en bici.

Matilla desde el páramo de san Pedro

Podemos dar una vuelta completa al término: es pequeño y hay un camino que lo circunda. Desde las laderas de Carricastro vamos en suave bajada, entre tierras de cereal y cruzando pinares hasta llegar al arroyo del Prado, que cuenta, efectivamente, con un ancho prado en sus orillas: está cercado porque pasta en él ganado vacuno. En el prado y en sus cercanías se suceden hileras de matas de negrillos y pequeñas alamedas.  Ahora todo está muy seco, pero en primavera es un pequeño vergel. Llegamos a una colina en cuyo punto más alto vemos el establo Cillero (o sus restos).

Rodamos un poco más y precisamente en Trasdepastores nos cruzamos con un rebaño de churras. Finalmente, bordeamos el conocido aeródromo de ultraligeros. Bueno ya no sólo, pues hay un helicóptero y varias avionetas.

Chopos en el prado del arroyo

Tomamos ahora el viejo camino de Villamarciel a Matilla que sube y baja entre pequeñas manchas de pinar y encinas aisladas, pasamos de nuevo por el prado del arroyo y nos desviamos para tomar la más vieja colada de Toro a Valladolid que, a estas alturas de la civilización, se medio pierde entre las tierras de labor a pesar de lo bien trazada que estuvo.

Finalmente, entramos en Matilla por la ermita del Cristo, junto a la que  descansan los cuerpos de los matillenses después de pasar por esta vida. Detrás vemos uno de los pocos palomares –muchos hubo hace años- que queda en pie.

Pinarillos

En las eras nos paramos a ver el chozo o caseto donde se guardaban los utensilios para trillar y separar el grano de la paja. Es muy original por su peculiar tocado: de buenas proporciones, sobre la parte superior en forma de bóveda, un tejado a un agua sobresale ampliamente cubriendo con generosidad las paredes de barro para que la lluvia no las eche a perder. [Hasta hace poco tenía una bonita puerta de madera tradicional; ahora la tiene metálica; bueno, si así se conserva mejor…]  Al otro lado de la era se arrumban viejos pesebres o dornajos para bueyes, bien tallados en piedra.  Ya nadie los quiere, aunque no dejan de tener su valor.

Caseto de la era

Nos acercamos a la iglesia, en el extremo sur del pueblo. Su pared oeste, desde la que arranca la torre, es el frontón donde los jóvenes juegan a la pelota, ahora con raqueta de tenis. Al otro extremo del juego se levanta la panera del cura, todavía en buen estado. Una barandilla de piedra que rodea el exterior de la iglesia por el sur, sirve de límite a una balconada desde la que contemplar el valle del Duero, con Tordesillas en el centro. Más lejos, las torres de las iglesias de Serrada, Ventosa y otras que, por no llevar prismáticos, nos quedamos con las ganas de distinguir.

El templo, rodeado de cruceros, está dedicado a Santa Eulalia de Mérida a la que el pueblo celebra el 10 de diciembre con una gran hoguera, recordando así la muerte de su Patrona mártir. En julio celebra también a santa Isabel y en mayo a san Urbano, que libró al pueblo de la piedra no ha muchos años.

A la derecha, la panera del Cura

Después de pasar por la plaza, visitamos la vieja fuente y subimos al páramo de San Pedro, que en realidad es un pequeñísimo trocito en la paramera de Torozos, lo único que pertenece a Matilla. El camino de subida posee buen firme y no es largo, ni con pendiente excesiva; antaño hubo junto a él un palomar y la fuente de Carremonte, donde hoy distinguimos algunos juncales. Arriba otra vez a contemplar el paisaje. Ya se ve que este término es de laderas y cuestas, no de llanura.

Campos

Hemos dejado de lado por esta vez una joya de Matilla: la fuente de Carralate, pero ya la conocíamos por otras andanzas. Está en un pliegue de la ladera, posee un buen abrevadero y algunos árboles de sombra. Es otro punto perfecto para la contemplación… y para merendar. Recuerdo una noche de verano en la que acabamos cenando en uno de las mesas que hay junto a ella. También pudimos observar los tres tipos de sapos que se dan en Valladolid, alguno de carácter muy cantarín.

***

El paseo de hoy continuó por el páramo hasta bajar hacia Carricastro por la cañada real leonesa occidental. O más bien, como de costumbre en estos casos, por lo que de ella queda. Aquí tenéis el recorrido según wikiloc.


Entre La Nava y Bayona

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En la entrada anterior hablamos de los Evanes, que seguramente fue lo más llamativo de la excursión. Pero hubo mucho más.

Salimos de Nava del Rey, donde la noche anterior se había celebrado la procesión de la Virgen de los Pegotes, lo que se notaba en la calle y en ventanas y balcones. Por eso, cuando visitamos la ermita de la Concepción, la Virgen no estaba en su camerino habitual, sino abajo, en la nave, sobre un pequeño altar. Y un goteo continuo de navarrenses  se acercaba a saludar a su patrona.

Desde el pico Zarcero

También pasamos por el cementerio municipal, de 1889. Como hace poco más de un año habíamos visto el civil, así como el antiguo católico en cuyo recinto se encuentra la ermita del Cristo de Trabancos, teníamos esta curiosidad. De manera que recorrimos el bonito y recto paseo, adornado de hileras de cipreses, que conduce al camposanto desde el lavajo de las Cruces.

En el camino hacia los Evanes atravesamos varias cañadas y pasamos junto al Mirador, que es como un avance del paramillo sobre el valle del Trabancos. Merece la pena hacer una parada para contemplar este hondón, Sieteiglesias y, más al fondo, las agujas de Alaejos y la ermita de la Virgen de la Casita. Hacia el otro lado, la cadena de Torozos. Qué descansada vista la del que –al menos semanalmente y sin subir a la montaña- puede contemplar estos amplios paisajes de un fondo casi infinito…

El día no estuvo muy luminoso

Y después de una descansada cuesta (hacia abajo, claro), llegamos al fondo del valle, que no del río. Por un arenal que hace de lecho seco y recuerda más un desierto que un humedal, entre árboles muertos, y después de atravesar la autovía y el viaducto del AVE, nos presentamos en el Eván de Arriba.

Y dejado el de Abajo, la cañada de Bayona nos condujo de nuevo al cauce del Trabancos, que forma un territorio feraz para el cultivo, donde precisamente cruzamos otra cañada, la de Salamanca. Y así, acompañando al cauce seco y protegidos del viento oeste por el pinar, llegamos a Bayona y a la desembocadura misma del Trabancos. Bueno, lo de desembocadura es una ilusión, pues como la corriente de agua brilla por su ausencia, la unión se hace irreconocible, y todo es un maremágnum de zarzas, ramas, troncos secos y zonas pantanosas sobre lo que se avanza con dificultad.

Entre la vía y la carretera

Este lugar también estuvo muy concurrido allá por la edad media: Bayona era un pueblo no pequeño que ha dejado su nombre en cañadas, pinares y tierras; Pozuelo del Eván se encontraba en la orilla izquierda, entre el Eván de Abajo y Bayona, frente al molino; la Porra estaba entre Bayona y Pollos. Como se ve, la comarca ha ido perdiendo importancia con el paso de los siglos…

Pino en Bayona

Para volver tomamos otra vez, pero en sentido contrario, la cañada de Bayona, que nos condujo hasta el molino de Trabancos, pues hasta molinos movía nuestro imaginario río cuando era real. Río abajo quedan las Peñas de Santa Lucía –otro buen balcón del valle- y río arriba veremos las grandes peñas –alguna desprendida- que dan a la alameda del Conde. En la explanada del cauce, una gran densidad de árboles: algunos vivos, otros moribundos, muertos los más. Triste espectáculo de una belleza que desaparece para no volver. Y es que aquí –donde se levantó Pozuelo del Eván- los pozos que hemos visto, algunos bien profundos, ya no tienen agua.

Así estaba Santa Lucía poco antes de desaparecer por completo

Y seguimos el cauce –de vuelta siempre aguas arriba, claro- por la orilla derecha. Cuando quisimos pasar por el caserío de Santa Lucía del Anís ¡¡¡había desaparecido por completo, caramba, caramba!!! En su lugar, una plantación de arbolitos ¿almendros? Ya veremos. No se sabe qué es mejor, si dejar las ruinas a su aire y que se las coma el tiempo o hacerlas desaparecer para que no estorbe a una plantación. Al menos, lo primero es más romántico…

En la cañada de Salamanca

Ahora, continuamos por un sendero con agradables toboganes que nos sirvió de auténtico mirador para contemplar los prados y alamedas que sobreviven abajo, en el cauce ancho del Trabancos, hasta que llegamos a la altura del Eván de Arriba, en cuya pradera pastaba un rebaño de toros de un color negro reluciente que destacaba  de manera llamativa sobre el no menos reluciente verde.

Sendero del Trabancos

Y desde aquí, por el humedal o arroyo de los Altares, nos fuimos a enlazar con otro curioso sendero-mirador que, a media altura y entre continuos –y ahora ya un poco cansados- toboganes, nos llevó contemplando el valle –que se perdía más allá de Alaejos- y bajo la protección del paramillo de las Aguileras hasta el alto de las Calaveras. Desde aquí, después de recorrer 4 kilómetros tampoco exentos de –esta vez- suaves toboganes, nos presentamos en Nava, donde entramos por el Pico Zarcero, sobre el que se asienta la casa de la Concepción.

Ermita de la Concepción tras un bando de avutardas

Tiempo nos quedó para entrar en la catedral de Nava y admirar los tesoros que contiene.

San Vicente y Arranca

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Partimos de Esguevillas de Esgueva, o sea, de una inmensa explanada –inmensa para estar en el Vallesgueva– sobre la cual discurren varias esguevillas que, curiosamente, desembocan en la Esgueva Vieja. Pero de todo esto hablaremos –esguevas y esguevillas, nuevas y viejas- al final de la excursión.

Nuestro primer destino se encuentra en las bodegas del Cristo –dejemos las de Carratamarilla también para el final- desde donde contemplamos una bonita estampa de la torre de la iglesia dedicada a San Torcuato. El nombre de este santo –uno de los primeros que evangelizaron España, después de Santiago y San Pablo- se recuerda  precisamente en las localidades más antiguas de nuestra Castilla; además en Esguevillas, hacia el norte, hay un topónimo La Calzada, que indica seguramente la existencia de una antigua vía romana. Total, que sin duda Esguevillas es uno de las localidades más antiguas de nuestra provincia y región.

En el tejar

La siguiente etapa –no hemos recorrido ni 500 m- nos lleva a una vieja tejera, no tan vieja como la Calzada que pasaba al lado. Está en la base del páramo, lugar muy adecuado para extraer la arcilla que luego se convertirá en ladrillo y teja. Del horno queda la mitad y de la casa aneja casi nada. Pero vemos tejas formando hileras almacenadas en diferentes montones. Y ladrillos. Como si el tejero se hubiera ido de viaje o puesto enfermo y allí hubiera quedado su obra. Que siga por muchos años, respetada por agricultores, pastores y caminantes. Y chavalería de Esguevillas. El tejar es perfecto para contemplar los amplios valles que confluyen en Esguevillas.

Visión del valle de Esguevillas

Queremos subir al páramo por la colada de Hoyadas pero nos tenemos que dar la vuelta pues la granja San Cristóbal está vallada. Una pena, pero ya tendremos oportunidad de contemplar buenos robles y encinas.

La etapa que rodamos ahora nos lleva a la ermita de San Vicente, donde se celebran las fiestas de este patrón esguevano. Es un templo de buenas proporciones, y destaca su atrio que puede servir de amplio refugio en caso de lluvia o tormenta.  El valle de San Vicente, por el que ahora subimos, tiene un amplio fondo dedicado al cultivo y unas laderas, especialmente la norte, cubiertas de matas de encina en muchos puntos acarcavadas. El bocacerral es prácticamente vertical, e incluso a un lugar lo denominan despeñabueyes. En medio del valle vemos una balsa, hundida en el terreno, destinada a regadío.

Valle y ermita de San Vicente

Rodando, rodando, llegamos a un paraje delicioso en el que la ladera se suaviza y deja ver su tripa blanca –Torralbo se llama precisamente- de yeso; tiene la forma de un amplio circo. Contra el blanco, encinas  verdes y robles ocres, en el fondo de valle abundan las junqueras, señal inequívoca de la abundancia de agua en el subsuelo. Ascendemos por la ladera para contemplarlo todo mejor. Comprobamos que el Cerrato –como tantos otros paisajes de la provincia- nunca defrauda al que lo recorre, a pesar de que el sol sacaba demasiado bien los tonos amarillos, marrones, ocres y blanquecinos propios de una prolongada sequía. O precisamente por eso: era lo que tocaba en estos momentos.

En Torralbo

Ahora subimos como por un espigón para enlazar con la cañada real Burgalesa, cinta infinita –sobre todo en esta comarca- salpicada de abundante monte de encina y roble. Es como una alfombra, relativamente verde, que atraviesa exhaustas tierras de labor, demasiado secas.

Cruzamos la carretera, muy estrecha,  y después de subir una ladera de yeso puro, seguimos por la falda del valle de Arranca. Es una falda de maleza y matorral, muy inclinada, pero tanto para las merinas antaño como para las burras hoy no ofrece mayor dificultad; al revés, siempre es agradable rodar por un estrecho sendero que por momentos desaparece. Al fondo, el valle, todavía con sus tierras de labor y sus robles aislados entre ondulación e inclinación. Todo una maravilla, si no fuera por la pertinaz.

Por la Burgalesa

Y ahora sí, ahora la cañada ocupa prácticamente todo el fondo del valle que ha cambiado de fisonomía para convertirse en un verdadero humedal, salpicado de juncales y otras plantas que se nutren de abundante agua. Ni qué decir tiene que ahora todo está amarillo y seco. El fondo sigue siendo plano, pues el valle tiene la forma típica de artesa. Las laderas están repletas de robles, más grandes cuanto más cerca del humedal. Cerca del cerral, aparecen los pinos y las matas de encina.

Valle de Arranca donde nos quedamos sin camino

Pasamos junto a un grupo de leñadores –que además de dar utilidad a la leña, limpian el monte- y luego nos detenemos en el pozo de la Tablada, que tiene agua ¡y excelente! cerca de la superficie. Menos mal. Un poco más y la cañada se nos va ladera norte arriba, buscando el valle del arroyo Madrazo.

Pero nosotros seguimos por nuestro de Arranca a pesar de que el camino desaparece durante poco menos de un kilómetro. Y precisamente a continuación, en el último kilómetro, descubrimos dos colmenares arruinados  y otros dos corrales igualmente derruidos que nos hablan de cómo antaño estos campos y montes estuvieron un poco más concurridos.

¿Tierra o piedras? Colmenar al fondo

Y, después de unos 12 km, se nos ha acabado el valle que traíamos desde Esguevillas. Sin casi darnos cuenta, hemos llegado al páramo. Continuaremos en la próxima entrada. Aquí podéis ir al recorrido en wikiloc.

La Tiñosa y la Pedriza; Esguevas y Esguevillas

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Subiendo por el valle de Arranca hemos llegado al ras del páramo, que está a 900 m de altura. Nos acercamos a un corral con protecciones contra los lobos y que está unido a una casa de barro, convertida también en encerradero de ganado. Muy cerca, en una pequeña hondonada junto al valle, una caseta con su pozo y abrevadero. Hay agua, pero ¡a qué profundidades! Como tiene caldero con soga, algún verano nos ha salvado tras una buena sofoquina. El lugar, como tantos otros de la comarca, es idílico, con su prado de hierba rala, sus encinas y robles, sus majanos. Y donde no hay verde, se deja ver la tierra colorada…

Hacia la fuente de Valdileja

Nos vamos por la colada del camino real de Palencia que cruza la Burgalesa y recorre campos que fueron roturados y arrebatados al monte. A pesar de todo, abundan las encinas y robles de buen porte aislados en las tierras de labor y algunas manchas de monte. Paramos a beber agua en la fuente de Valdileja, que conocemos bien de otras ocasiones y que sigue echando con fuerza su chorro de agua.

Corral y chozo en la Tiñosa

Enseguida, nos encontramos ante un complejo único: los corrales de la Tiñosa. Único por su extensión y por las proporciones de sus construcciones pastoriles. Distinguimos dos chozos muy esbeltos y bien conservados y varios corrales –más de veinte- que gozaron de anchas tapias de piedra, hoy en buena parte derruidas. Además, vemos dos tenadas con su corral, que aún se utilizan para guardar ovino y tienen la particularidad –frente a las corralizas- de estar techadas, con tejas en este caso, a una vertiente y a dos aguas. Son, además, construcciones más modernas y necesitadas de un mínimo mantenimiento pues se soportan con pies de madera o ladrillo y entramado para el techado del mismo material.

Interior de una tenada

Nos vamos de este  complejo  con un poco de pena por no haberlo recorrido más despacio. Tal vez más adelante volvamos a pasar por aquí, nunca se sabe.

El caso es que, después de rodar de nuevo por la llanura entre tierras de labor y rodales de monte, llegamos a otro complejo pastoril: los corrales de la Pedriza. No es tan amplio como el anterior, ni cuenta con tenadas, pero tiene un chozo especial y único que, además de ser esbelto como pocos, tiene como un refuerzo consistente en un anillo de casi dos metros de alto por uno y medio de ancho que lo circunda, de la misma piedra que la cabaña. Seguramente será uno de los chozos más cálidos en invierno y frescos en verano. El lugar se encuentra rodeado de monte y muy cerca hay una caseta con pozo, mesas y barbacoas. Como para pasar una buena tarde de primavera, o un buen día de invierno.

Chozo de la Pedriza

Como no lejos se encuentra la cañada real Burgalesa, nos vamos por ella hacia el oeste. La conocemos bien, se trata de una cinta de monte entre tierras de labor, si bien se une a encinares y robledales cuando pasa cerca de las laderas de los valles. En un camino que sale hacia Población, nos acercamos a ver las ruinas de una antigua casa de labor. Pero al descubrir un poco más allá un gigantesco roble con las hojas de color ocre, no podemos menos que aproximarnos a él. Su elevado porte contrasta con la llanura, y con el resto de encinas y robles que, a su lado, no dejan de ser unas simples matas. Y volvemos a imaginar cómo sería el Cerrato hace pocos siglos, a pesar de lo soberbio y hermoso que hoy (todavía) lo vemos.

Antanillas

La cañada sigue su rumbo hacia Valladolid y nosotros descendemos en dirección a Esguevillas siguiendo el cauce del arroyo Valdeladuerna. Ya casi abajo, nos desviamos para acercarnos a la fuente de Antanillas, que mana agua por una tubería ancha de plástico y tiene delante dos feos abrevaderos de cemento moderno. Detrás todavía podemos ver las piedras de la construcción original. Bueno, al menos no ha desaparecido. Más vale así. Desde la fuente, junto a la cual abundan las flechas de yeso, se divisa el amplio paisaje del Vallesgueva.

Después de cruzar Esguevillas nos acercamos al otro grupo de bodegas, las de Carratamarilla, que en general se encuentran peor conservadas que las del Cristo -pero quedan algunas simpáticas- y de aquí nos vamos al Esgueva o, por mejor decir, a la Esgueva.

Un buen camino junto a la Esgueva Vieja

Y así, vemos cómo al menos tres arroyos o esguevillas desembocan en la Esgueva Vieja. Y es que son eso: verdaderas zanjas sofocadas por el carrizo que se unen a una tercera, más amplia. Todas parecen estar secas, a pesar de que proceden de arroyos con agua (San Vicente, Valdeladuerna, San Miguel, Nogal, Valdelatín). Tal vez sea a causa de la pertinaz sequía. Pero, en todo caso, ya se ve que los antiguos arroyos –y la propia Esgueva- han sido convertidos en zanjas, desviando los humanos su cauce conforme a sus necesidades y a los peligros de las riadas. Un poco más al sur, el cauce de la Esgueva Nueva sigue cumpliendo su función de soporte para las aguas.

Una esguevilla

El sol nos regala sus últimos rayos y las mimbreras, muy abundantes en la orilla izquierda, se vuelven incandescentes. La luz que ha llenado el día se apaga. En la otra ribera, nos parece vislumbrar una sombra que se mueve: tal vez sea la mora que al anochecer sale en busca del agua de la Esgueva para conservarla en su cueva del pico de la Alcubilla (que curiosamente significa arca de agua). Al igual que a la mora de Sieteiglesias, los hombres de Esguevillas la temen y prefieren evitarla. Nosotros también preferimos retirarnos después de una jornada luminosa y llena de aventuras, no sea que lo estropeemos al final.

 

El Pino-que-todo-lo-ve y otros lugares valdestillanos

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Día gris con amenaza de lluvia. De hecho, al poco de acabar el breve -22 km- recorrido matutino se puso a jarrear intensamente durante unos pocos minutos. El fuerte viento del suroeste no amenazó, sino que fue una realidad en aumento conforme se rodaba. Por tanto, el trayecto nos llevó, en primer lugar, a buscar los pinares, donde todos sabemos que el viento pierde bastante de su potencia.

Entre el pinar de la Dehesa y el río Adaja está la casa de Quitapesares. O estaba, porque le han quitado todo menos la fachada y una tapia. Estas estas casas de labor que sirvieron para guardar útiles e incluso cosechas están siendo abandonadas, pues ya no tienen sentido. De manera que los ladrillos mudéjares de ésta también desaparecerán dentro de no mucho. Por algunos caminos sin excesiva arena nos introdujimos en el pinar y luego, siguiendo el claro del tendido eléctrico, pusimos rumbo al suroeste.

Los pinares del Valdestillas son el único lugar de la provincia donde todavía me pierdo y desoriento. Los únicos, también, donde no me viene mal ese artilugio que es el GPS. ¿Por qué? Creo que es fácil de explicar. Los pinares son todos muy parecidos, cierto, pero cuando abundan los caminos y senderos que parecen dar vueltas sin llegar a ninguna parte y –sobre todo- se suceden los grandes claros con tierras de labor, entonces no sabes exactamente donde te encuentras. Antaño, estos claros no se cultivaban. La mayoría eran prados; queda la toponimia: prado Redondo, casa del Prado Largo, fuente del Prado, prado de Matacarne… E incluso algunos tenían sus propias fuentes, donde hoy hay instaladas casetas con su pozo y motor. Y quedan también restos de navas. Tal vez antaño el pinar fue bastante diferente y la orientación no suponía problemas, pero la verdad es que hoy se complica.

Pero llega el momento en que te olvidas de esta influencia del pinar y sales a territorios de majuelos. El paisaje ha cambiado, y no sólo por el viñedo. El suelo es de arena y cantos rodados, o solamente de cantos, las colinas con sus subidas y bajadas son lo dominante, y las vistas llegan hasta más allá del Duero. Y el viento, que estaba tranquilo y bien sujeto por los barrerones de pinos, se desmanda.

En el raso del paramillo tomamos la cañada de Buenavista que nos lleva, siempre entre majuelos y luchando contra el viento, hacia el sureste. Vemos a la derecha las torres de Pozaldez y ala izquierda el pinarillo de la Virgen de la Moya. Finalmente, tomamos el camino de los Huevos, que nos llevará de vuelta hasta Valdestillas. En ese camino cruzamos junto a un vértice geodésico desde donde se divisa bien el valle del Duero: aparecen juntas las torres de las iglesias de Villanueva y Villamarciel y, al fondo, Velliza. Es como la antesala de lo que luego contemplaremos.


Enseguida una cuesta abajo y… ¡el Pino! Se trata de un piñonero, ni grande ni pequeño, de tamaño mediano que se encuentra asomado sobre los valles y se ve desde todas partes. Y esta fue la oportunidad no tanto de verle –aunque sí de cerca- sino de contemplar todo lo que él vigila, que es mucho. Crece en un lugar llamado la Hormiga ¿porque este saliente donde se asienta tiene cierta forma de hormiga? No está claro. Las cuestas bajan hacia el sur se llaman cuestas de las Misas, seguramente porque fueron dejadas a la iglesia como donativo para misas en sufragio del alma del donante…

Dejo la bici en el camino y, caminando hacia arriba por una cuesta de escobas literalmente levantada por los conejos, nos encaramamos al paramillo donde permanece nuestro pino. Es una especie de lengua estrecha que sale del páramo y el árbol se encuentra poco antes de la punta, de manera que fácilmente vigila el sur, el este y el norte. Como si la magia existiera, nada más llegar se abre un gran claro en el cielo y el pino queda iluminado, ofreciendo ahora a la vista todos los matices que ocultaba el paisaje gris en el que casi se mimetizaba. Pero, lo que es mejor, el claro parece agrandarse y deja ver buena parte de la llanura que se puede contemplar. Al sur se iluminan el cerro de San Juan, en Villavieja, y el teso de Valdelamadre, pegados al páramo de Torozos. Valladolid aparece como una gran ciudad extendida de este a oeste, entre Simancas y La Cistérniga. Delante, Boecillo, Aldeamayor, La Pedraja, más apartado Mojados… Pero precisamente el sol, que resulta de gran ayuda para contemplar el paisaje de noroeste a este, no deja ver hacia el sur: es mediodía y, como estamos en invierno, se encuentra relativamente cerca del horizonte…

En las proximidades del paramillo, los majuelos, perfectamente trazados, parecen subir –como si de un ejército en orden cerrado se tratara- por las faldas y cuestas de las Misas para subir hasta el Pino. Más allá cruzan la cañada real de Salamanca, las vías de los ferrocarriles y, más lejos todavía, los pinares se extienden por la llanura queriéndolo invadir todo, pues no en vano nos encontramos en Tierra de Pinares.

Justo cuando nos vamos el cielo se cierra y bajamos hacia el valle del Adaja en un ambiente difuminado de nuevo por tonalidades grises. Un gavilán tarda en elevar el vuelo y cuando lo hace, se lleva un tordo entre las garras. ¡Qué bien sortea las parras y los pequeños postes y cables que dirigen los sarmientos!

Por no dar excesiva vuelta atravesamos las dos barreras de ferrocarril por zonas no muy ortodoxas y nos dirigimos a la fuente que hay junto al depósito de agua de Valdestillas, que el  recorrido de hoy ha sido corto pero cansado. Vemos que está abierta la ermita del Cristo del Amparo y cruzamos la puerta: descubrimos al levantar los ojos, una magnífica talla del siglo XVII, de un Cristo moreno y amable. Y muy grande. Muy grande para lo pequeña que es la capilla. Desde luego, en este país, encontramos obras de arte en cualquier templo o ermita, como es el caso. Hemos podido entrar gracias a una valdestilllana que tiene la llave y que, con 96 primaveras a cuestas, se ha dado un paseo hasta aquí.

De lo que no queda nada por aquí es de ese continuo trajín de ir y venir viajeros –y ganados- entre Valladolid y Madrid, o entre Francia y Portugal por este punto entonces neurálgico. O tal vez sí, pues no en vano el moderno tren que une Madrid con el norte se desliza a lo largo de este Valle de Astillas.

Y aquí el recorrido en wikiloc.

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¡Nieve!

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¡El domingo pasado nevó en Valladolid! Gran noticia que no se prodiga. El día siguiente a la fiesta de Reyes estuvieron cayendo copos durante varias horas. Bien es cierto que no cuajó -¡eso ya hubiera sido demasiado!- pero en los páramos y en el sur de la provincia llegó a desplegarse un manto blanco que por la noche se helaría.

Naturalmente, a nadie se le ocurrió salir en bici. De hecho, yo me hice 20 km y sólo me encontré con otro ciclista, que iba por la carretera. ¿Para qué salir con el frío que hacía y con el peligro de que lloviera o… nevara? Eso es lo de menos: siempre es bueno dar un paseíto. Y si el tiempo lo pretende impedir, pues entonces que sea corto para no provocar. Durante los diez primeros kilómetros cayeron unas gotas de agua, algo inapreciable. Durante los diez últimos se puso a nevar con ganas y me calé… bastante. O lo que uno se puede calar en sólo 10 km.

¿Qué ruta elegir? Casi era lo de menos, pero si había algo de nieve cerca, mejor, pues en Valladolid no había cuajado. Sin embargo, en Valdestillas, sí había nevado algo. Aunque hace una semana me había dado un paseo por allí, no importaba repetir. Bueno, realmente no era una repetición, pues el paisaje estaba muy cambiado a causa de las manchas de nieve, como puede apreciarse en las fotos.

 

De manera que volví al Pino-que-todo-lo-ve blanco (ahora). Esta vez el trayecto trascurrió casi todo por viñedos. La subida al Pino fue cruzando los majuelos de Campo Viejo por el camino de Serrada. Según subía la cuesta, la nieve aumentaba, de forma que las laderas cercanas al Pino estaban totalmente blancas. Y plagadas de huellas de conejos.

Ya en el Pino, era una verdadera delicia contemplar grandes extensiones manchadas de blanco hacia los cuatro puntos cardinales. La vista alcanzaba muy bien hasta las laderas de los páramos de Alcazarén, Mojados, Portillo, Cerrato y Torozos. Se veía sol en los Montes Torozos y una horrible borrasca gris oscura sobre Mojados.

Luego, a rodar un poco entre viñas en dirección a Serrada, pues en la llanura sobresalía la punta de la torre de su iglesia. Después, en los campos del sur se divisaba la silueta de las iglesias de Ventosa, Pozaldez y Matapozuelos. Todo vestido de blanco.

Finalmente, bajé la cuesta a campo traviesa entre la nieve y, como el temporal arreciaba con sus copos helados, acabé en la cañada de Salamanca en dirección a Valdestillas, precisamente en contra del viento y nieve. Y había que rodar rápido para no terminar muy calado.

Me asomé al cauce del Adaja, que bajaba con poca agua; esperemos que siga nevando o lloviendo.


Rodando por el siempre cercano páramo de los Torozos

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Los páramos son inagotables. Entre sus vallejos, laderas, montes y navas, siempre se descubre algo nuevo. Y si no se descubre, con toda seguridad que el mismo paisaje por el que cruzamos haces dos meses o dos años ha cambiado: está más verde, o más florido, o más vistoso, o el color del cielo se reflejará en sus campos dándoles una tonalidad inesperada, o…  Mientras, el pinar lo veremos, con frecuencia, igual que lo vimos la última vez, pues es más difícil apreciar cambios –claro que los hay- en los perennes pinos o en el suelo repleto de tamuja seca.

Por eso, pasear por el páramo siempre es una novedad. Si es cierto que uno nunca se baña dos veces en el mismo río, más cierto será que uno nunca pasea dos veces por el mismo páramo.

Total, que hace unas semanas –todavía estábamos en el 2017- amaneció Valladolid tan helada como soleada: buena jornada, por tanto, para dar un paseo por el vecino páramo de los Torozos. Como no disponíamos de excesivo tiempo, la rodada esta vez se quedó en los 38 km. Suficiente para estirar las piernas y calentar el corazón.

Punto de partida: Ciguñuela. A pesar de que la concentración parcelaria movió tierras y caminos, dejó algunas cañadas, y fuimos por la Carralina, rumbo norte, hacia la concentración molinera del Hontanija, entre Wamba y Villanubla. La atmósfera estaba limpia, con alguna nube sedosa, y se rodaba muy bien a pesar de que el suelo mantenía cierta humedad. Continuamos por el páramo de Villanubla siguiendo la misma cañada, que aquí se hace más sinuosa, con curvas y pequeños toboganes. Y conserva un ancho que va más allá del mero camino carretero, lo cual siempre se agradece. Después de pasar junto navas y regueras, cruzamos junto a las ruinas de la casa de la Contienda, para torcer en dirección al oeste por el camino del Francés.

Ahora teníamos a un lado los montes Torozos y de frente los aerogeneradores: nos vamos  acostumbrando a ellos, ¡qué remedio!, es el nuevo paisaje de este páramo y ha venido para quedarse. De entre los molinillos se levantó un bando de avutardas, dado el tamaño de aquellos, éstas parecían pequeñas aves.

Llegamos a las proximidades de Peñaflor pero no entramos; por el camino de la Rodera nos aproximamos hasta el borde de Valdematilla, desde donde contemplamos una hermosa estampa de la localidad, sobre el páramo que se asoma al valle del Hornija. Detrás, formando guardia, los gigantescos molinillos.

Tomamos el camino hacia el sur, que baja a algunos vallejos para subir enseguida y acabamos conectando con la cañada real merinera que viene de León; se le ha respetado un mínimo de su anchura. Por el Pigarzo paramos a contemplar un curioso corral, de traza única en nuestra provincia: mide 60 x 50 metros, sus paredes de metro u pico de altura tienen un trazado rectilíneo, y las piedras de éstas van unidas con argamasa –en vez de sueltas, como es lo habitual- lo que les da cierta consistencia. Claramente, un buen número de ovejas podía entrar aquí. En las proximidades –hacia las Navas- hay también restos de corrales y de chozos.

Seguimos rodando, ahora hacia las Navas, que cada vez mantienen menos acacias –se van muriendo las pobres- hasta que nos asomamos, sobre Castrodeza, al valle del Hontanija. La bajada es corta y fuerte. Y de nuevo a subir, esta vez por el camino del arroyo del Hoyal, cuya ascensión es muy larga y suave, y acaba conectando con la colada del camino real a Valladolid, que pasa a menos de un kilómetro de Ciguñuela, donde terminamos. El paseo no ha sido largo pero sí intenso. Aquí dejamos el recorrido.

El teso del Rey

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La excursión del último sábado discurrió por los términos de Villamuriel, Aguilar, Ceinos, Villalán y Bolaños, todos ellos en Tierra de Campos. El día fue a ratos soleado a ratos con el sol oculto tras una nube de gasa. Para estar en enero, ciertamente hacía muy agradable, si bien los ciclistas notamos en determinados momentos un viento fuerte, sobre todo si lo teníamos de cara.

Una de las vistas

La sorpresa agradable del día fue el descubrimiento del teso del Rey. Se encuentra en medio de las localidades citadas arriba, forma parte de la divisoria entre el arroyo Ahogaborricos o Bustillo y el río Valderaduey y seguramente también formó parte de la frontera entre León y Castilla, cuando Bolaños pertenecía al primer reino y Aguilar al segundo. Como estamos en una zona de cotarras, colinas, tesos, alcores y cuestas, no llama demasiado la atención cuando vemos su peculiar perfil desde Villamuriel o Aguilar. Pero ya es otra cosa cuando uno se encarama a él, pues desde su cima se descubre una Tierra de Campos distinta. Si teníamos la idea de que esta comarca es más o menos llana, ¿cómo es posible que la veamos ahora a vista de pájaro sin necesidad de alas? Para encontrar una altitud similar hemos de ir hasta el páramo de los Torozos, al sur, o a las proximidades de Villacarralón, muy al norte.

El teso desde Aguilar

La superficie del teso es llana, algo que tampoco es muy normal en la comarca, donde abundan los cerros cónicos o, todo lo más, alomados. De hecho, éste tiene como continuación hacia el norte una loma. Por tanto, en épocas muy lejanas perteneció a algún paramillo. Arriba, lo vemos lleno de piedra entre calizas y areniscas, de tamaño más bien pequeño; en la varga deja ver una veta de esto tipo de roca, que parece cuartearse y erosionarse al salir a la superficie. Ahora lo han cubierto de pimpollos que mañana serán pinos. En el medio, un vértice geodésico.

Y Aguilar desde el teso

¿Momento ideal para acercarse al teso? Sin duda, estos días de invierno son muy adecuados: el sol, como no está en lo más alto, saca el perfil, volumen y color a los cerros, valles, senderos, campos y, en general, al inmenso territorio que el teso nos ofrece. El cielo no debe estar cubierto y lo mejor es que abunde en nubes y claros. Ahora los campos se encontraban, si no repletos de color, sí con variadísimas tonalidades entre el verde del cereal –la mayoría- y el marrón del barbecho o del cereal recién nacido.

Al fondo Villamuriel

Ya hemos citado los muchos pueblos terracampinos que se ven desde el teso.  Pero hay más todavía: en el valle del Valderaduey se divisan Villavicencio y Becilla, hacia el norte, Urones, e incluso se adivinan las torres de Mayorga, Villalba y Cabezón, con la cordillera nevada al fondo. Ceinos también se ve muy bien. Detrás de Aguilar distinguimos Gordaliza y Villacid, y el inicio del páramo de los Torozos y adivinamos, por tanto, la situación de Palencia. Más al oeste, los molinos de Ampudia. Delante de Villamuriel, la alameda de las Rozas y los restos de este caserío; detrás se distinguen los restos de la iglesia de Villaesper y Morales. En fin, todo esto para hacernos una pequeña idea de lo que supone este observatorio, que abarca los 360 grados del territorio y tiene una altitud inusual para esta tierra sin accidentes elevados. Porque si bien es cierto que algunos miradores –Urueña, Autilla del Pino- son más elevados que éste, paisajes disponen de un campo visual más reducido, de unos 180 grados.

Villalán y el valle del Valderaduey

Por lo demás, cada uno verá detalles distintos, pues el paisaje cambia según el día y la hora e incluso según los ojos que lo contemplan. Y si pudiéramos subir todas las semanas, y hasta todos los días, no nos cansaríamos de mirar un panorama tan profundo, siempre diferente aunque permanezca igual.

Así es, también, Tierra de Campos.

Dejamos para la próxima entrada más tesos, fuentes romanas, molinos alamedas, rollos jurisdiccionales y caminos variados.  Aquí va el recorrido.

 

Navegando entre dos ríos

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-Continuamos la entrada anterior-

El paseo discurrió entre continuos toboganes. Prácticamente no recorrimos ninguna llanura, de manera que mantuvimos en acción las pantorrillas. Y es que navegar por Tierra de Campos es como zambullirse en alta mar, donde la superficie del agua nunca es plana, sino que las olas te mecen arriba y abajo y tan pronto estas en lo más alto como en la parte más hundida de la superficie…

Fuentes romanas

La fuente (abajo) de la Virgen (arriba)

Nos llamaron la atención algunas fuentes de estilo romano. La primera cerca de Aguilar, bajo la ermita de la Virgen de las Fuentes, oculta entre una de esas alamedas que abundan en la comarca es precisamente el lugar donde la Virgen se apareció a un pastorcillo. Forma una bóveda de medio cañón, hoy cerrada por una verja para impedir que se tiren animales muertos, que se han arrojado en ocasiones. Además, en esta alameda hay otros manantiales cuyas aguas caen al cercano Ahogaborricos (claro, si se llama así, señal que por aquí se ahogaban otros animales…).

Fuente de Ciriaco

La otra fuente romana es la de Ciriaco, en el término de Ceinos. Engrosa las aguas de un arroyo de esos que, en Tierra de Campos, da vida a un praderío con hierba pero también con chopos y matorrales variados. Posee una bonita bóveda de roca arenisca, se ha limpiado hace poco con una pala mecánica que se ha llevado por delante alguna piedra de la bóveda o del conjunto. Pero, de momento, ahí está; más vale así. Desde esta fuente continuamos hacia Villalán y nos encontramos con la fuente de Lauto, que es realmente un pozo junto al arroyo del mismo nombre. Se encuentra en una ladera que domina la localidad.

La última fuente por la que pasamos esta vez fue la de Valdeposadas, muy cerca ya del teso del Rey. Se trata de un pozo, protegido por un arca relativamente moderna, de ladrillo hueco, que mana y da origen a un regato, en mitad de los campos. Al menos esta vez las tres fuentes tenían agua.

Palomar cerca de Villalán

Rollos y molinos

Los rollos jurisdiccionales se encuentran en Aguilar de Campos –imponente, no desmerece en nada al lado de la grandiosa iglesia mudéjar de San Andrés- y en la plaza de Bolaños. Esta localidad fue villa señorial, de hecho el Señor de Bembibre lo era igualmente de Bolaños, pero gracias a Gil y Carrasco se divulgó la fama del berciano.

También pudimos acercarnos a un molino de viento –en Aguilar, restaurado- si bien nos quedamos con las ganas de entrar para conocerlo también por dentro. Y otro molino –éste hidráulico y arruinado- en Bolaños, cuyas piedras se nutrían de las aguas desviadas del Valderaduey. Se encuentra en un bucólico lugar, junto a un prado y una alameda. Está construido en ladrillo y barro, con la balsa de piedra.

Restos de la balsa del molino, Bolaños

Tesos

La comarca de Tierra de Campos es amplísima, extendiéndose por las provincias de Palencia, Valladolid, León y Zamora. En su centro, ligeramente desviada hacia el oeste, se encuentra la zona que hemos recorrido en bici, modelada por los ríos Valderaduey y Ahogaborricos con sus respectivos arroyos tributarios. Esto hace del paisaje un continuo sucederse de colinas, vallejos, lomos y pequeños cerros y tesos. Los asentamientos humanos han buscado, desde los albores de la historia, lugares estratégicos de fácil defensa para establecerse. Por eso las poblaciones por las que hemos pasado gozaban de las altitudes más elevadas del territorio.

Teso del Castillo, Aguilar

Es el caso de Aguilar de Campos. El caserío, perfectamente ordenado, se extiende a los pies de un cerro en el que destaca, al norte, la joya mudéjar de San Andrés, y al sur, las casas-bodega que han venido siendo utilizadas hasta ayer mismo y que todavía hoy se habitan en ocasiones determinadas. En lo más alto hubo un castillo –hoy no quedan ni los restos- que se mantuvo activo al menos durante los primeros siglos de la Reconquista. Es un lugar perfecto para contemplar el paisaje terracampino hacia los cuatro puntos cardinales, si bien no goza de la misma altitud que el teso del Rey.

Lo que queda del “Palacio”

Algo parecido ocurre con Bolaños de Campos. En un altozano enclavado en el centro de la localidad se levantó una torre o castillo, allá por el siglo X. No queda ni rastro. Mucho más tarde se levantó otro castillo o, mejor, palacio –queda este topónimo- del que podemos contemplar tres arcos de ladrillo. Hacia el este vemos la torre de la iglesia y algunas casas, pero hacia el oeste contemplamos el valle del Valderaduey.

En Ceinos hubo igualmente castillo pero lo único que queda es ese nombre en una calle que discurre muy cerca del punto más elevado de la localidad, donde antaño se asentó. No muy lejos también se levantó un convento o monasterio de la Orden del Templo pero sólo vemos tres arcos del claustro devueltos no hace mucho desde el Museo de escultura de Valladolid.

Hacia Villalán

Villalán no está en un alto, pero la torre de su antigua iglesia dentro de poco será un mirador abierto al público.

Otros paisajes

Cruzamos los dos ríos de esta pequeña comarca que venían escasos de agua y casi tapados por las espadañas, feas y secas. Pasamos junto a lo que todavía queda del caserío de Pajares y también por el desaparecido caserío de las Rozas. Multitud de palomares ya se confunden con la tierra de la que salieron.

Parecen intimidados en tierra tan despejada…

Si las bajadas y subidas fueron continuas, el último tramo lo hicimos ¡cuesta abajo! por el firme del Tren Burra, que llega a Villamuriel donde, además de la estación que malamente queda en pie, hubo una fábrica de ladrillos que conserva una torre estrecha y alta que nos dio la bienvenida.

El cerro de Santa Cristina y otras cuestas

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El río Sequillo modela buena parte de la ladera noroeste del páramo de los Torozos, desde Medina de Rioseco hasta San Pedro de Latarce. Ha sido este río el que ha labrado, por ejemplo, empinadas estribaciones en Urueña, o suaves faldas en Latarce, dejando una amplia llanura hacia el norte en su orilla derecha. Pero no en todos los casos, pues al pasar por Tordehumos lo hace, curiosamente, por un valle más cerrado, pues si el páramo sigue estando a un lado, al otro se levanta el teso del castillo de Tordehumos protegido a su vez por el cerro de Santa Cristina. Se trata, pues, de una más dura del antiguo páramo que ha quedado a modo de testigo de tiempos geológicos pasados.

Movidos tal vez por la reciente excursión al teso del Rey, nos acercamos esta vez al cerro de Santa Cristina que, todo hay que decirlo, nos decepcionó un poco porque no tiene buenas vistas (!) que nos esperábamos: todo su cerral se encuentra plantado de pinos que obstaculizan la mirada panorámica, salvo por el oeste -¡qué bien se ven Pozuelo, Cotanes, Cabreros!- y un poco por el norte para contemplar Villaesper, Morales y Villafrechós. La superficie de la cima, donde aflora la caliza, tiene forma de triángulo; se puede ascender gracias a unas roderas que parten de la carretera de Morales marcadas seguramente por los forestales que mantienen  el pinar. Aun así, merece la pena. También obtenemos una visión distinta del castillo de Tordehumos, que no llega a emerger sobre el ras del páramo de enfrente.

Pero la excursión no fue sólo este cerro. En primer lugar, nos acercamos a las cárcavas del Moclín. Debió ser muy fuerte el proceso de erosión por la lluvia antes de la plantación del pino de Alepo, pues en las torrenteras más bajas descubrimos, atravesándolas, anchos muros de piedra muy bien construidos para frenar la caída de las aguas y proteger así los campos de cultivo.

Otra novedad fue contemplar, en pleno siglo XXI, un rudimentario cigüeñal en uso para sacar agua del arroyo del Marqués y regar así una mínima huerta en su ribera. ¡No ha llegado a todas partes la industrialización del campo!

En el trayecto de ida subimos al páramo por la cañada del Aguachal –que desaparece en la cuesta- para bajarlo enseguida hacia Villabrágima. Todavía en la pendiente hubo dos paradas: una para comprobar que el manantial de la Calva sigue manando entre la maleza y otra contemplar el Espigüete y el Curavacas blancos detrás de la torre de Santa María: ¡hermoso espectáculo donde se juntan lo divino y lo humano! De bajada, paramos en la fuente del Cuerno, que al menos goteaba.

La vuelta fue épica por el camino de Tordehumos a Rioseco, pues un viento huracanado soplaba en dirección contraria. Pero con calma y con pequeñas metas se pudo con él. Nos paramos en algunos de los abundantísimos humedales que encontramos a la izquierda del camino, unos señalados por carrizo, otros por juncales, otros por chopos…  Por eso, aquí hubo abundantes fuentes: en el término de Villabrágima, vemos una, frente a una nave y un palomar, en piedra y terminada en un triángulo con la inscripción 1922; otra en la ermita de Nuestra Señora de Castilviejo, donde paramos a descansar y, finalmente, la Fuentecilla, poco antes de llegar a la Ciudad. Pero no sólo humedales, también nos saludaban los palomares, en otro tiempo muy abundantes y ahora en situación final: uno de ellos, en el término de Villabrágima, fue antes molino de viento.

Aquí dejo la ruta en Wikiloc

Orillas del Cea

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El río Cea nace en el término leonés y pastoril de Prioro y desemboca en el Esla por Castrogonzalo, ya en Zamora. Pasa por nuestra provincia lamiendo y delimitando la Tierra de Campos, de manera que mientras su orilla izquierda pertenece a esta Tierra, la derecha está fuera ya del ámbito terracampino y, si la orilla izquierda se asoma al río desde tesos, cerros y verdaderos acantilados de barro, la derecha es suave y se va elevando muy lentamente formado húmedas tierras de labor.

Los Melgares, Monasterio de Vega, Sahélices, Mayorga, Castrobol, y de nuevo Mayorga, son los términos vallisoletanos por los que atraviesa, más Roales, después de pasar por Gordoncillo y Valderas, de León. Esta vez hemos rodado por la orilla izquierda desde Castrobol hasta las cercanías de Valderas.

Santa Engracia, uno de los tres cerros de Castrobol. A la derecha asoma la torre de la iglesia

Castrobol se levanta sobre un teso que cae directamente al Cea. A su lado, otros dos tesos que también se asoman al río. Buen lugar para contemplar la extensa y llana ribera opuesta y, al fondo, las torres de Mayorga; más al fondo, la montaña leonesa, de donde nuestro Cea viene.

Almendros de la Granjilla

Antes de bajar a la ribera nos acercamos a la Granjilla, deshabitada y olvidada, pero no deja de ser otro de los muchos puntos elevados desde los que contemplar un amplio paisaje. Para no dar la vuelta, nos tiramos por la ladera hasta el río, que viene limpio y transparente. Los árboles –álamos, chopos y sauces- están desnudos. La excursión habría sido más atractiva en verano, con baño incluido, pero cualquier época es buena para rodar. Nos acercamos a la presa que desvía el agua para la acequia del molino que más tarde visitaremos.

La escarpada ribera nos puso a prueba… Pero no se resistió

Rodamos por un sendero que han trazado las motos pero, curiosamente, no tiene excesiva arena y se rueda bien. Eso sí, los badenes y olas son continuos, y con frecuencia pasamos entre ramajes sueltos en el suelo y las ramas aéreas que llegan a rozarnos. De vez en cuando, paramos para ver mejor las aguas sin apenas remansos del Cea.

Bajando hacia el Cea

Al llegar al puente que comunica la granja de Béxar con la orilla derecha, pasamos a ver el molino. Gran sorpresa, pues nos damos de bruces con el molino más grande y mejor conservado, al menos exteriormente, de la provincia. Aquí está, olvidado de todos, junto a la vereda que conducía los ganados a y de Zamora. Pero no es sólo un molino, son cuatro edificios unidos formando una fachada: una ermita en la esquina, dos casas –se supone que al menos una sería la del molinero- y el molino propiamente dicho, con sus anchos caz y socaz. Todo –al exterior- está bien  cuidado y conservado, retejada la cubierta, con ventanas relativamente nuevas. La puerta de la casa del molinero está custodiada por dos enormes piedras de moler, una de ellas, con piezas de cuarzo incrustadas. Los cinco arcos de ladrillo sobre los que se sostiene el edificio del molino, con sus correspondientes columnas, indican cinco piedras de moler. Sus dos pisos hablan, como en tantos otros, de las industrias accesorias movidas también por las aspas de los rodeznos. En fin, no sé la historia de esta Granja del Molino, pero seguro que en ella vivían bastantes familias, no como ahora que ciertamente se nota actividad agrícola y ganadera pero no parece que vivan muchas personas.

El molino

Pero volvemos a la orilla y seguimos por nuestro senderillo. Contra un tronco atravesado en el río vemos una balsa de las que se utilizaban hace años para cruzar los ríos dirigidas por cables. Si estuviéramos en verano nos habríamos montado con las bicis para seguir cómodamente río abajo…    Llegamos a una zona en la que no hay salida y subimos desde la orilla arrastrando la bici. Ahora rodamos un poco más alejados de la ribera entre subidas y bajadas hasta llegar a la zona de la Barraca donde tomamos un camino ya de los normales. Aquí hubo otro molino que hace años no encontramos.

Pinos

Seguimos río abajo y pasamos junto a tres fuentes: de la Mora, del Tío Barrenones y de Segis Riol. Estamos en el término de Gordoncillo y se ve que sus vecinos se han molestado por conservar sus fuentes en buenas condiciones; algunas tienen sombra bajo los árboles y todas cuentan con su nombre inscrito en el frontal. ¡Bien! Por otra parte, el paisaje es delicioso: la ribera al fondo, regatos que van al Cea, una empinada cuesta hacia el sur, campos de cultivo… Avanzamos un poco más por la Parva hasta que nos alejamos del río en dirección a Valderas.

Vemos de lejos el castillo pero no entramos en Valderas: la lluvia amenaza y ponemos rumbo en dirección a La Unión de Campos, de donde hemos salido.

Fuente de Valdefuentes

Antes pasamos por Valdefuentes, que será uno de los pocos pueblos que en España quedan sin asfaltar. Todo es barro, salvo la iglesia y la fuente. Ésta, preciosa, con una doble bóveda de ladrillo –al interior- y piedra –al exterior. Pero se hundirá y desaparecerá dentro de poco, pues parece que ya nadie la cuida. Lo mismo está ocurriendo, en estado más avanzado, con la iglesia y su torre, vaciada por dentro y cayéndose también por fuera; todavía muestra rasgos –arcos, puertas cegadas, señales de otras construcciones accesorias- de lo que fue el antiguo templo.

Interior de la torre

Ya de vuelta nos detuvimos unos instantes, a pesar de la lluvia, en el paraje de la fuente de Jano, con sus inmensos álamos abiertos que, desde luego, tienen varios cientos de años. Un paraje ideal para pasar una tarde de verano.

No hemos dicho nada del pico Urones -o más bien loma- por donde pasamos inmediatamente antes de llegar a Castrobol. Es otro de esos altos a los que merece la pena acercarse en Tierra de Campos por la inmensidad de campos, pueblo y paisajes que nos ofrecen. Naturalmente, se alcanzaba a divisar el teso del Rey y el de san Vicente, además del páramo de los Torozos, el ancho valle del Cea hacia León, y diversos pueblos. Del más cercano –Castrobol- sólo asomaba tímidamente la punta de la torre de la iglesia. Aprovechamos para sacar unas fotos subidos a la columna del vértice geodésico… ¡con la bici!

Aquí, el recorrido en Wikiloc, de 44 km, según Durius Aquae.

La fuente de Jano está bajo los árboles del fondo

Pinares del Valcorba y del Henar

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Excursión por los pinares de Valoria y Torrescárcela, en el páramo que han delimitado los arroyos del Henar y del Valcorba. Mañana ventosa y luminosa que se fue cerrando poco a poco hasta que, después del mediodía, las nubes ya no dejaron asomar al sol.

Los montes

El pinar estaba precioso, la verdad. Recién olivado y no por leñadores o forestales, sino por la nieve que, caída copiosamente las últimas semanas, se había acumulado en las ramas más largas y anchas de los pinos, normalmente las más bajas, hasta que las había hecho chascar. La mayoría de los pinos estaban con una o varias ramas desgajadas, algunas colgantes y otras –la mayoría- reposaban ya en el suelo. Claro que al rodar por los caminos también notamos que estaban excesivamente mullidos y húmedos, y no precisamente por la lluvia que moja y se seca más o menos pronto, sino por la nieve, que permanece un tiempo y empapa a fondo; el suelo en ese estado, sin llegar a impedirnos avanzar por bloqueo de las cubiertas embarradas, multiplicaba nuestro esfuerzo al pedalear.

Gálbulos o frutos de la sabina

Se trata de un pinar joven, de ayer. Se nota no sólo en los pinos –no hay casi grandes ejemplares- sino, sobre todo en los abundantes cercados de piedra caliza –recubiertos de musgo, se mostraban hasta elegantes- que debieron proteger bacillares. También lucía ese verde luminoso el musgo del suelo y el cereal sembrado en los claros del monte. Y en algunos puntos todavía quedan álamos y juncos allí donde hubo –hay todavía- agua en el subsuelo, que seguramente se aprovecharía para regar pequeñas huertas. En otras excursiones hemos visto hasta antiguos pozos en estos montes.

Cercas en el pinar

Por suerte, tiene muy poca arena (¡ojo, no rodamos por la zona que hay entre Camporredondo y Santiago del Arroyo, donde la arena puede llegar a cubrirte con bici y todo!) y abundan los bogales. Eso hizo algo más llevadero el rodar con barro. Y no sólo es un monte de pinos –negrales y piñoneros- también proliferan las encinas, los robles y –sobre todo- las sabinas y los enebros.

No lejos, se levanta el Santuario de la Virgen del Henar, patrona de los resineros; estos pinares se llenaba de miles de romeros que, a pie, a caballo o en carro, iban al Henar el domingo anterior a San Mateo desde, en este caso, los pueblos de la zona sur de Tierra de Pinares. Sin embargo, cuando cruzamos nosotros, el pinar estaba solitario y no vimos un alma.

Ermita del Santo Espíritu

La ermita del Santo Espíritu o de Fuenlabradilla, en las laderas del valle

Antes de iniciar el trayecto, dimos un breve paseo por el casco urbano de San Miguel, y tuvimos la suerte se encontramos con la procesión del Cristo, que salía de la Ermita del Humilladero. Después, resultó que estaba abierta la ermita de la Virgen de Fuenlabradilla, patrona de la localidad, y nos colamos a verla. Pudimos comprobar que está restaurada, y que alguien se ocupa de cuidarla. En otro tiempo era una de las iglesias principales del pueblo, la de San Esteban.

Fuente de la Ermita

Luego marchamos aguas arriba siguiendo el cauce del arroyo milagroso del Henar hasta tomar la desviación de la ermita del Santo Espíritu, donde también estuvo la imagen de Fuenlabradilla. En su origen, pudo ser un monasterio cisterciense, pero nadie conoce su historia a ciencia cierta; no obstante parece que se trata de un lugar enigmático -cruce de fuerzas telúricas para ciertos estudiosos- que alguien aprovechó para levantar una curiosa casita y consolidar las ruinas durante los años 80 del siglo pasado, gracias a lo cual no se ha caído del todo. Bebimos en la fuente de la Ermita, a la que acuden todavía desde San Miguel debido a las propiedades benéficas de sus aguas que, además, en algún momento ha manado aceite, como tantos pozos y fuentes asociados a lugares marianos. Los vecinos que estaban cargando agua nos dijeron que nunca la habían visto seca. Antes de seguir camino, contemplamos el valle del Henar desde los cantiles de caliza que abundan más arriba de la ermita.

En Minguela

Minguela

Después, tras cruzar por el campo abierto del páramo, contemplamos en Viloria del Henar, pueblo de piedra como La Mudarra o Campaspero, la portada románica del siglo XII y la torre del siglo XVII, de Santa María de las Nieves; el resto del edificio es del siglo pasado.

En Minguela pudimos comprobar una vez más lo perdida y seca que está su fuente, y lo abandonados que están sus antiguos huertos y rediles. Pero, por mucho que crucemos por este despoblado, no dejarán de impresionarnos las gigantescas rocas calizas que se van desprendiendo del páramo dejando la pared con curiosas grutas, utilizadas por los pastores para guardar rebaños. Pero todo eso es ya historia.

Fuente en Torrescárcela

El arroyo Valcorba y vuelta

De Minguela bajamos por el arroyo Valcorba, pasando junto al molino de la Requejada, hasta Torrescárcela, donde pudimos descansar junto a la hermosa fuente de tres caños. Aunque puestos a echar piropos, la sencilla fuente de un caño y rústico pilón que fluye unos metros más abajo, le gana en encanto y sencillez.

De ahí fuimos por la carretera dejando a la derecha los restos románicos de la iglesia del despoblado de Muriel para atravesar de nuevo el monte y caer –ya sin dar pedales- a San Miguel por el valle de Fuentes Claras, otra preciosidad digna de ser admirada.

Y aquí tienes el recorrido en Wikiloc según Durius Aquae

Despoblado de Muriel

Riberas, lagares y casillas

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Desde la colada del Abrevadero

El paseo Zorrilla llega hasta la Rubia, donde antaño había abundantes huertas y casas molineras. Después, se dividía en tres vías de distinto tipo: el camino Viejo de Simancas, la Cañada Real de Puente Duero y la carretera de Rueda. Hasta llegar al pinar de Antequera y al término de Simancas, abundaron también las huertas, así como los viñedos y tierras de labor en general.

Atardecer en la ribera de Santa Ana

Por ejemplo, lo que hoy se conoce como Santa Ana es una de las primeras urbanizaciones de la zona. Tan de las primeras que, como estaba desconectada de otras calles de la ciudad y rodeada de campo, el Ayuntamiento no se hizo cargo del mantenimiento de sus vías y jardines, sino la propia comunidad de propietarios, lo que ocasionaría más tarde un conflicto entre los vecinos, la promotora y dueña inicial de los terrenos y el Ayuntamiento. Parece que, al fin, hoy está en vías de solución. Al margen de ello, este territorio era la ribera de Santa Ana, dedicada a huertos y otros cultivos. Todavía hoy podemos ver entre las casas y el río restos de acequias y balsas de riego y los brotes de los antiguos almendros. En esta ribera había también un lagar precisamente donde hoy vemos el restaurante del club social en el que, a modo de recuerdo se conserva una piedra incrustada en una de las paredes con una inscripción que recuerda que el agua del Pisuerga llegó hasta el suelo de este lagar el 6 de diciembre de 1739. Y la casa Azul, que estuvo donde hoy se sitúa un helipuerto. Al lado de este helipuerto, junto al río y no lejos del puente de la ronda exterior, vemos los restos en barro con zócalo de piedra de una tapia que perteneciera a la casa de Iturralde, junto a algunos almendros y una antigua balsa o piscina invadida por la vegetación.

Tapias de Iturralde

Al otro lado de la autovía, cerca del río, antes de llegar a El Barrio, hay una ribera que fue casa de descanso de los Agustinos Filipinos. Y aguas abajo, la ribera del Pino, hoy centro de educación especial que mantiene este último nombre. Finalmente, antes de llegar al término de Simancas estamos en Badarroyo, esto es, el pago próximo al vado por el que se cruzaba el Pisuerga hacia Arroyo de la Encomienda.

El Peral

Pero volvamos a la ribera de Santa Ana: donde hoy está Villa Pilar, en la calle Villagarcía de Campos y próxima al puente de la Hispanidad, estuvo la ribera de Paniagua. Y en Vallsur estuvo la ribera de Mengoti, de abundante arbolado.

Donde hoy vemos la urbanización del Peral hubo huertas y tierras de labor. De hecho por aquí estaban los lagares de Chacón y de Cano, que tienen calle en el barrio de las Villas, lo que sirve al menos de recuerdo. En las Villas también prensaba uva el lagar de Pinto. Y es que la superficie dedicada a viñedo fue siempre muy abundante en nuestra provincia y para muchos pueblos limítrofes como Boecillo, Herrera o Tudela, la vid y el vino constituyeron la principal riqueza durante siglos. Al poner en servicio el Canal del Duero y sus acequias, a finales del siglo XIX, aumentaron las huertas y disminuyeron los majuelos.

Llueve en el camino de las Berzosas

Siguiendo hacia Simancas por el camino de las Berzosas veremos, una vez pasada la ronda, en el cruce de la acequia con la colada del Abrevadero, un caserío custodiado por un tranquilo mastín donde estuvo el lagar de la Visitación, que sigue manteniendo ese nombre. Más al sur, a la derecha estaba la ribera del Carmen, abundante en majuelos. Pasado un pinarillo descubrimos la casilla de María Blanco y en el lado opuesto del camino, estuvo la casilla de la Era y vemos todavía los escombros del lagar de Morán. En el límite con Simancas vemos todavía, los restos con cercado roto en varios puntos, de la casa de labor los Quemadillos y siguiendo hacia el Pinar por la raya, una balsa natural -ahora está seca- de donde se sacaba agua para riego. En esa misma dirección llegaremos a la derruida granja Ronquines, al otro lado de la acequia.

Restos de la casilla de María Blanco, en la ribera del Carmen

Como es lógico, por toda esta zona había abundantes casillas en las que se guardaban los aperos de labranza de todos estos campos entre el Pisuerga y el pinar, especialmente fértiles y fáciles de trabajar, pues el resto del terreno de Valladolid estaba más bien en cuesta a causa de los diferentes páramos. En esta última zona se programó una urbanización –que luego no llevó a cabo por la crisis y problemas legales- denominada precisamente Las Riberas.

Entre el lagar del Ciego y el vivero forestal

Hasta los años 90 del pasado siglo, junto al camino Viejo sobrevivió un olivar además de una vaquería contigua. Creo recordar que estaba no lejos de la desviación para la ronda exterior.

No olvidemos que estas riberas eran precisamente casas de campo con viñas y árboles frutales próximas a las orillas del río o cercanas a la capital, acepción que recoge el DRAE como particular de Valladolid. Por eso abundaban también los lagares, si bien este nombre es común en toda la provincia y, en general, en Castilla.

Dentro de unos años desaparecerán por completo, una vez que la promoción de viviendas se desperece después del parón de la crisis.

 


Pinares de Mohago, Matamozos y Serranos

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El domingo pasado nos dio una tregua la lluvia, e incluso lució el sol entre nubes algodonosas que, empujadas por el viento, parecían engordar con la humedad acumulada. Los ríos –Duero, Adaja, Eresma- venían fuertes y de color chocolate. Muchos campos estaban encharcados. Todo húmedo y agradable después, de año y medio de pertinaz sequía.

Una vez más, obligados por las lluvias, elegimos pinares para el trayecto: como la arena chupa el agua con gran facilidad, los caminos no estaban encharcados y se rodaba con relativa facilidad. Sólo con relativa, pues se encontraban totalmente mojados y empapados, y costaba demasiado esfuerzo mover las cubiertas de la bici. Y como las cubiertas de montaña suelen llevar tacos, pues peor todavía. Habrá que cambiarlas a más o menos lisas si el tiempo sigue lluvioso…

Al fondo, ermita de San Pelayo. A la derecha, Bocigas

Antes de atravesar el pinar de Mohago nos acercamos a la ermita de San Pelayo, para comprobar cómo estaban los bododes del mismo nombre: todavía secos. Y nos introdujimos en el pinar. La verdad es que todos los pinares estaban aun con el suelo marrón o amarillento: el musgo no ha salido durante el invierno por falta de la necesaria humedad y aún no han llegado las buenas temperaturas primaverales. Habrá que esperar un poco. Por supuesto, como aquí abundan los negrales, abundaban en el suelo los carravacos, como llaman en Sardón y las Quintanillas a las piñas de los pinos resineros. Y estos, como como no recogen gran cantidad de nieve en sus ramas, no estaban escañados. Algunos de los piñoneros, por el contrario, sí lo estaban.

Laguna de Casa Serranos

Eso sí, los pinos de una y otra especie estaban bien lustrosos: el agua, caída en los últimos días de manera persistente, les había dejado lucidos y hasta brillantes. De alguna manera, estábamos estrenando estos viejos pinares. Contribuía a crear esa impresión la esplendorosa nieve que se divisaba al sur, en Navacerrada y la Mujer Muerta.

El agua cubría algunos campos y caminos

El pinar de Mohago lo cruzamos en línea recta por la pista forestal que lleva al puente del Runel. A un lado y a otro, los negrales sangrados parecían inclinarse para saludarnos. Cruzado el Adaja, nos metimos en el pinar de Matamozos para continuar por el de Serranos. En general, predomina el terreno llano, por lo que se pedalea con facilidad si el terreno no está húmedo.

El nombre de Serranos ha quedado en estos pinares como recuerdo de una población que aquí se levantó, ya desaparecida: Serranos de Nigar. Ahora el territorio pertenece a Ataquines.

Puente sobre la Agudilla

Nos acercamos a la fuente de la Arroyada que en realidad es un pozo con un abrevadero doble en forma de V, -recuerdo de cuando estas tierras eran ganaderas- que tiene muy cerca el denominado también lavajo de la Arroyada. Y a un kilómetro de distancia, más al sur, vimos la laguna de Casa Serranos. Esta vez, todos tenían agua. Y no sólo pozos y lavajos, muchos campos estaban encharcados, rezumando líquido.

Ya de vuelta, el pobre arroyo de la Agudilla, que bordea el pinar de Matamozos y que siempre lo hemos visto seco, bajaba totalmente desbordado, creando amplias lagunas y ocupando zonas del pinar que nos dificultaban el paso. Otras zanjas y regueras formadas para drenaje de tierras o pinares estaban cumpliendo como nunca con su finalidad.

Al fondo, san Cristóbal de Matamozos

Antes de volver a Bocigas pasamos por dos lugares conocidos en excursiones anteriores: el despoblado de Matamozos y el molino del Runel. Aprovechamos para dar un paseo subterráneo por las inmensas bodegas (hoy no vemos majuelos por aquí, pero debieron ser proporcionales a las bodegas) y contemplar el impresionante y profundo pozo construido en otros tiempos para proveer de agua, hoy seco, en el caserío despoblado, y para admirar la capacidad de la balsa del molino.

De vuelta, el cielo se fue cubriendo, en presagio nuevas lluvias. Ahí va el recorrido, de unos 30 km, en Wikiloc.

Campos encharcados, lavajos y pinares

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Seguimos recorriendo los pinares y campos cercanos al río Adaja.

Esta vez salimos de Ataquines rumbo a San Pablo por un camino ancho paralelo a la vía del ferrocarril. Los campos rezumaban agua: cruzamos por uno de ellos para acercarnos a un lavajo surgido de manera espontánea gracias a las lluvias y a punto estuvimos de hundirnos con las bicis y todo, casi como si fueran arenas movedizas. Pero lo peor no fue esto: un ventarrón fortísimo nos daba de costado y, una y otra vez, intentaba tirarnos a la cuneta, y poco le faltó para conseguirlo. De todas formas, daba gusto contemplar el paisaje, con agua por todas partes después de un largo periodo de sequía, y con la sierra al fondo, blanca de nieve.

Lavajo renacido

San Pablo de la Moraleja

En San Pablo recalamos en el lugar donde aún se yerguen, obstinados, los restos de lo que fue el monasterio que dio origen a la localidad. No sabemos a qué se refiere el término Moraleja -¿a un moral, tal vez?- pero el de San Pablo está claro: al convento dedicado precisamente a la Conversión de San Pablo. El primer convento de Carmelitas Calzados se levantó aquí hacia 1315; las ruinas corresponden a otro que data de los siglos XVI y XVII, que duró hasta mediados del XIX en que fue desamortizado. Podemos ver todavía la portada, una espadaña, la nave del templo con paredes, parte de la torre con su escalera interior y parte de lo que fue otra nave, a juzgar por los restos de un ábside semicircular, todo en ladrillo con algunos zócalos de piedra. Nada queda del claustro, si bien se adivina donde se levantó.

Restos de San Pablo

Además, contaba con una capilla dedicada a la Virgen de la Soterraña ¿tal vez el inicio del convento?, con bodega y un molino sobre el Adaja, a legua y media. El conjunto, con las ruinas sobre humedales –hoy de un verde reluciente- y con las nubes de distintas tonalidades cambiando de forma a causa del viento, impresionaba.

Lavajos y pinares

Continuamos hacia el pinar pasando junto a otros humedales con sus charcos y por el lavajo de Sacaperal. Ya en el monte, un rebaño de ganado vacuno y caprino nos pasó por delante y los perros se acercaron a saludarnos. Más tarde, tres corzos también cruzaron nuestro camino unos metros por delante. Como el tiempo está inestable, nos van cayendo distintos chaparrones, pero el viento esta vez se porta y nos seca.

Humedal

Bajamos hasta el Adaja en el vado de Don Hierro y volvimos hacia arriba por el mismo camino. Finalmente, salimos del pinar a campos de labor. ¡Y allí estaba esperándonos de nuevo el vendaval! Así que, a luchar contra él. Llegamos a una laguna junto al ferrocarril que es donde nace la Agudilla; intentamos seguir por la lengua del humedal –hierba rala, tierra salinizada y dura, con charcos- hasta el apeadero de Palacios de Goda pero tuvimos que abandonarlo y nos hundimos de nuevo en tierra tan empapada. Al otro lado del apeadero, tras la vía, otro lavajo ha renacido. Menos mal que los tres kilómetros que nos separaban del pueblo estaban asfaltados. Eso sí, tardamos media hora, pues era muy esforzado avanzar en contra del viento.

En el pinar del Otero

En Palacios nos recibió una escultura moderna de un toro de lidia. Pero lo que más nos llamó la atención fue la ermita de la Virgen, por dos detalles: su advocación, de la Fonsgriega, o sea, de la fuente griega, y su portada, con generosas jambas y dintel en sillería de granito.

Los fantasmas de Honquilana

Honquilana

Al fondo se distingue y nos espera la puntiaguda torre de Ataquines, así que tomamos el camino de Santiago de Levante. No sdetenemos en Honquilana: hacía mucho tiempo que no estábamos en este olvidado lugar, que fue un pueblo, ahora es un montón de barro y mañana ya no se reconocerá ni existirá, y será un campo más de los muchos que se extienden entre Medina y Arévalo. Por si fuera poco, el cielo se oscureció por el oeste, delante del sol, y los montones de barro parecían retazos perdidos de supuestos fantasmas en pena. Menos mal que nos queda la fuente del Caño, con su frontal triangular y su sencilla pila en granito de una pieza, aunque no por mucho tiempo pues está siendo devorada por la maleza. Seguramente dio origen al pueblo y lleva su antiguo nombre: Fons Aquilana. A sus pies, una charca enfangada y, un poco más abajo, un lavajo en el centro de una pequeña pradera, suficiente para crear un entorno vivo, agradable y pastoril.

El lavajo de la fuente bajo la lluvia

Los ataquines

Con cierto espanto, vemos cómo la nube negra viene hasta nosotros: un airón revuelto la anuncia y una inmensa cortina de lluvia se acerca casi de repente y nos envuelve. De manera que el agua helada, impelida por el viento huracanado, nos castiga duramente y llega a hacerse insoportable. Pero no hay mal que cien años dure y cuando llegamos a Ataquines, brilla de nuevo un sol que nos seca. Luce tanto en un ambiente tan limpio que los ataquines parecen de ayer, como recién esculpidos, ingenuos en un mundo viejo y tormentoso.

Los ataquines

El paseo termina junto a la iglesia, donde se han aprovechado como bancos losas de antiguas sepulturas. Es el tributo que viejos nobles pagan aquí a los traseros modernos, y sin quejarse. Aquí dejo el recorrido -casi 34 km- en en Wikiloc según Durius Aquae.

Cuestas, cerrillos y las cavas del pinar

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Otra jornada de agua y airón. De nuevo a rodar por arenas y gravas para evitar esos barros terribles que se pegan a las cubiertas y bloquean las ruedas. ¿Qué tal Pozaldez, Pozal de Gallinas y el pinar de las Cavas? Al final, la lluvia nos respetó.

La primera parte de esta excursión discurre por los cerros o cerrillos que separan la vertiente de los ríos Adaja y Zapardiel, que hasta llegar aquí bajan separados únicamente por una llanura, como luego veremos. Este paramillo eleva las torres de las iglesias de Pozaldez para que puedan divisarse desde media provincia y nosotros también lo aprovechamos para contemplar el paisaje: al oeste el castillo de la Mota y la Tierra de Medina que se extiende entre pinarillos y tierras que no vemos acabar, pues se difuminan en el horizonte. Y al este, el valle del Adaja, más limitado, pues vemos al fondo el telón de los páramos de Portillo y del Cerrato. Y el cielo de hoy, que tiene su aquel, pues amenaza lluvia entre claros añilados, con las revoltosas nubes que no dejan de moverse y cambiar de forma y posición.

Junto al pinar de Aguanverde

El cultivo que más abunda es el de la vid, y ya al salir de Pozaldez vemos los majuelos inundados. No por completo, claro, pero el agua se acumulaba en las zonas más bajas o sin salida, que son abundantes. El color dominante de las tierras es entre blanquecino y amarillento, debido a la abundancia de arena, con diferentes tonalidades, según el tipo de terreno y su humedad.

Seguimos en un sube y baja y nos metemos en el pinar de Aguanverde, que se extiende por una suave ladera que mira hacia el norte. Abundan los pinos de tamaño medio, y también los hay de buen porte. O, por decir mejor, los había: el viento y la tierra húmeda entre sus raíces han hecho caer a unos cuantos. Hacia el extremo oeste descubrimos una tierra rodeada de hileras de almendros, con un pozo o arqueta que tal vez surtía de agua a una huerta.

Viejo almendro

Aquí se produce la aventura del día: me hundo hasta las rodillas en la tierra empapada y, si intento sacar una pierna, profundizo más con la otra. Solución: salir rodando/reptando y en cuanto pude a cuatro patas hasta llegar a tierra firme.

Terminado el pinar, rodamos en dirección sur, por un tierra baldía y nos encontramos con una serie de cuestas o cerrillos de diferentes formas y tamaños: la Coronilla, la Testarada, la Mula, las Américas. El nombre de las primeras hace referencia a su forma, la cuarta ya es más difícil de interpretar: ¿adquirida con dinero traído de América? Estamos muy cerca de Calabazas.

Al fondo, el cerro de las Américas

Y nos vamos al pinar de las Cavas, que está al lado. El mapa pone el nombre con b, pero debería escribirse con v, ello porque cabas hace referencia a cava o zanja, y el pinar se llama así por las zanjas que lo atraviesan. Al parecer, históricamente hubo varios intentos de llevar agua del Adaja hasta Medina del Campo, el primero de ellos se atribuye a la reina Isabel de Castilla que quiso solucionar así el abastecimiento a esa importante ciudad, de manera que se trazó un canal, zanja o cava que tomaba el agua un kilómetro por encima del puente del Negral. Y allí pudimos ver sus trazas. Al parecer, no funcionó bien, y se construyó otra toma aguas abajo, que tampoco debió de ser un éxito. También pudimos ver el trazado.

Cava inferior

Se supone que tanto en un caso como en otro, el agua se elevaba primero mediante una presa y luego mediante algún sistema mecánico, aprovechando que la pendiente de bajada hacia el Zapardiel comenzaba a muy pocos metros del Adaja. Las dos cavas -que luego se unen- ahí siguen. Su anchura es variable: al principio mide la superior más de 50 metros que luego se reducen a unos 20. La profundidad tampoco es uniforme, pero entre el fondo y la parte superior de los caballones en algunos puntos hay hasta 5 m lo cual es muy llamativo pues debió ser mucho más profundo dado que han pasado quinientos años desde su construcción, y el tiempo nivela y enrasa toda obra humana… No es extraño que ingenios tan audaces para la época hayan dado lugar a legendarias explicaciones, como en otro lugar de este blog comentamos.

Cava superior

Sólo vimos el tramo que pasa por el pinar; luego atraviesa los campos de Pozal para entrar en Medina por el actual polígono industrial Escaparate y terminar a los pies de la Mota.

En una próxima excursión daremos cuenta de todo el trazado con más detalles y veremos si quedan restos de las presas, aportando también los datos históricos que encontremos a mano.

No faltó agua

Volvimos por las tierras encharcadas del término de Pozal para embocar Pozaldez por la cuesta del Azurdo, con su pico dominante a la izquierda. El sol se abría paso entre nublados para iluminar las laderas de los cerros sacando sus más vivas tonalidades. ¡Y menos mal que la arena no forma barro, que si no…!

He aquí mapa y trayecto.

En el barco de Carrecuéllar

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Otro de de viento y lluvia. Y van… Lo de hoy (24 de marzo) ha sido una aventura, pues hemos rodado por el páramo entre Langayo y las Quintanillas, corriendo el riesgo grave de quedar con las ruedas atrancadas por el barro en cualquier momento. De hecho, al salir, un ruchel -o quintanillero- me dijo: –si vas por el camino principal a lo mejor no tienes problema, pero como te salgas te puedes quedar en el barro… Al final, hubo suerte, los caminos estaban mejor de lo que se pensaba y en los más peligrosos salimos airosos al rodar por la hierba del centro o de las orillas.

La subida al páramo

La fuente

Pero había que salir sí o sí: la abundante lluvia recogida por las numerosas navas de este páramo habría hecho manar con fuerza la fuente de Carrecuéllar, y había que verla. Y así fue.

El barco de Carrecuéllar, con sus laderas cubiertas de piñoneros, encinas, sabinas y zarzales, se abre en el páramo justo frente a Vega Sicilia. Pertenece a Quintanilla de Onésimo y el cerral ofrece una espléndida vista sobre el valle del Duero. Pues bien, casi en el mismo cerral, a unos 3 o 4 metros del ras, vemos una boca ancha y de poca altura que en época de lluvias arroja un buen caudal hacia el fondo del barco. El agua cae a chorros sobre el suelo de la cueva llenándola a modo de depósito hasta que rebosa y sale formando el arroyo. Si uno se asoma dentro aquello parece una fiesta, pues si bien en verano se seca, ahora rezuma agua cristalina con reflejos azulados que canta con su peculiar murmullo.

La cueva o boca de la fuente

Parece como si se tratara de una fuente relativamente nueva; como si dentro se hubieran movido las placas calizas para desviar el agua que ahora sale a la vista de todos. Desde luego, las placas externas, visibles, sí van cayendo y rompiéndose por efecto del ahuecamiento que producen estas aguas, como bien puede apreciarse junto en la boca de la cueva.

El lugar es hermoso como pocos -tiene algo de vergel y algo de castellana austeridad- pero también mágico, no sólo por las lajas de caliza, el bosque, el agua y las vistas: estamos ante unas aguas que tal vez posean unas facultades especiales, pues con ellas se elabora el mejor vino del mundo. Claro que antes ha de pasar por la tierra, las vides, las uvas y la bodega, pero algo tendrá cuando hacen lo mismo que Nuestro Señor Jesucristo en las bodas de Caná, si bien a lo largo de muchos años y gracias al trabajo humano.

Y ahí la dejamos. El riesgo del barro valió la pena. Y el del recio regañón hasta llegar a al fuente; luego lo tuvimos a favor o de lado, o amortiguado por el bosque. Y el la lluvia que, si bien apareció poco, daba fortísima y fría hasta hacer daño, a causa del mismo viento.

Detalle del interior de un chozo

Y sus alrededores

Los alrededores hasta llegar a la fuente merecieron igualmente la pena y el riesgo. Los pinares de las Quintanillas se veían olivados y limpios, con la retama y leña dispuestas para ser recogidas. No por ser conocida llama menos la atención la abundancia de corrales y chozos de buena piedra caliza que duermen ya la noche del olvido, colonizados muchos por por carrascas y pimpollos.

En la hoyada Lobera: cantos y encinas

Pero la zona por la que hemos accedido a la fuente desde Quintanilla, una vez en el páramo, es especialmente pastoril y variada: hay bosques de encina, roble, pino, enebro y sabina con grandes claros dedicados a la agricultura y a prados. Los claros agrícolas son pobres, pues sin duda hay más cantos que tierra. El páramo no es totalmente llano: abundan las navas u hoyadas: hoyada Lobera, valle Hondo, hoyada Redonda; y con abundantes laderas, barcos, picos, vallejos: el Cabezo, el pico del Castro -donde hubo un castillo- y cerca, Valdelascuevas. Y más fuentes: Valdemoros, Hontanillas, el Tasugo…

Y el mismo páramo se encuentra salpicado por pinarillos y por grandes robles aislados, recuerdo de otros tiempos más montaraces.

Continuamos en breve con el resto del trayecto, pero el mapa completo aquí está.

En el páramo

La Olma de Langayo

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Viene de la entrada anterior; estamos en el páramo entre Quintanilla de Arriba y Langayo.

Langayo

Después de rodar por una cañada bajamos del páramo hasta Langayo por el camino de Quintanilla, dejando a la derecha los restos de una vieja fuente cegada que ya no está en uso. Las ruedas resbalaban en el barro haciendo extraños pero los ojos se iban a la figura del pueblo, apiñado en un cerro más o menos cónico en torno a la iglesia de san Pedro, que enarbola una recia torre señalando al infinito. La iglesia dispone de una excelente balconada desde la que se contemplan las laderas y los valles que se unen a los pies del cerro. Además, es una viejísima población de origen celta -conforme indica su nombre- si bien pertenece, desde la reconquista, a la Tierra de Peñafiel.

Lo que queda de la Olma

Entramos en Langayo por el este para ir contemplando las cuevas que en otro tiempo fueron bodegas. Unas se veían desnudas, otras con las puertas, dinteles y bóvedas todavía en pie. Pero también pudimos comprobar la abundancia de agua en este valle: además de los arroyos de Oreja y Fuente la Peña, una fuente nos recibió al pie del cerro, y varias arcas y pozos se divisaban desde diferentes balconadas. Ya al salir, pasamos junto a las fuentes de Miriel -cerca de otras antiguas cuevas- y de Valdemanco, que aprovecha el agua que rezuma de una extensa terraza donde aflora la caliza.

Manzanillo al fondo

Siendo todo hermoso en este valle perdido entre páramos, por donde es difícil pasar si uno no se lo propone expresamente, hay algo muy triste: los restos de la vieja Olma, que marca el límite del término municipal. Lo ponemos así, con mayúscula, pues se trata de un árbol querido por los langayenses, que ha visto y presidido su vida e historia a lo largo de los siglos hasta… finales de los años ochenta del siglo pasado en que se secó; años más tarde fue quemado, ya en el tercer milenio cayó y hoy es un pobre tronco mutilado que se va pudriendo, junto a la carretera, a la vista de todos. Su entrañable figura ha sido incluida en el escudo de la localidad. Hoy parece un viejo luchador abandonado por los suyos tras realizar grandes hazañas. Cuando ves algo así te preguntas: ¿y para qué queremos 17 consejerías de medio ambiente que no han sido capaces de salvar esta joya ni ninguna otra de nuestras emblemáticas olmas?

Castromediano

Manzanillo

Muy cerca de donde acaba el páramo, cortado por el Duero y por el arroyo de Fuente de la Peña, que baja a contramano, se levanta Manzanillo. Antes de entrar en el pueblo por la calle de Cantarranas, no hemos resistido la tentación de subir a una colina de caliza, cuyo último tramo se rompe en enormes piedras, y que se levanta frente al pueblo, junto al camino que viene de Molpeceres. Es otro mirador para contemplar el valle y las motas y cabezos en los que se deshace la paramera y, por supuesto, Manzanillo.

Cruzado el caserío enfilamos el Duero pasando por el Ojuelo entre el pico Castro -del que también parecen desprenderse grandes piedras calizas- y el teso de Castromediano. Al fondo, iluminado por uno de los claros que se han abierto a última hora de la tarde, se levanta sobre su cerro el castillo de Peñafiel.

Padilla

De nuevo el Duero

Y entramos de nuevo en los dominios del Duero, aunque nunca llegamos a salir del todo. Vemos Padilla con su iglesia que se levanta tras un prado inundado gracias a las últimas lluvias. Seguimos adelante cruzando el pueblo y bordeando su pinar. Vemos unas excavaciones nuevas que sacan a la luz los cimientos de una construcción y, cuando queremos darnos cuenta, estamos en la Senda del Duero.

El sol, entre nubes y árboles de la otra orilla, nos hace ahora guiños después de una tarde en la que casi no le hemos vistos. Pero ya es demasiado tarde, pues no tiene fuerza para calentar y notamos más el frío del viento y eso que la vegetación y los taludes de la ribera lo amortiguan bastante.

Entre Padilla y Quintanilla

Entre el pueblo y el río, una fuente de amplio pilón cuadrado nos recibe. Hemos terminado la excursión después de recorrer unos 43 km por valles, páramos, navas, montes y cerros. ¿Habrá sol y ausencia de viento en la próxima?

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