El cielo es un elemento más del paisaje. Pero en los pinares y encinares pasa desapercibido, y también en las riberas de los ríos. En los páramos, a pesar de que son como cimas planas de montaña, nos distraen del cielo los vallejos y laderas, y las manchas de monte.
Todo eso no ocurre en esta otra tierra, que se ve salpicada de campos y poco más: ondulaciones, montículos, campos de diferentes tonalidades. Aquí el cielo es fundamental: es lo importante, y la tierra lo accesorio, a pesar de lo que por su nombre pudiera. Por eso Tierra de Campos es tan cambiante: marrón en verano, cuando el sol le saca sus tonalidades más calientes, gris ante la tristeza invernal, e incluso blanca. Cambiante cuando las nubes corren en el aire dejando su sombra sobre la tierra, llamativa cuando sale el sol e ilumina un jirón de campos. Pero como el cielo está cambiando constantemente –también en verano, cuando ni una sola nube aparece para combinar con el azul, el mediodía es muy diferente al atardecer- le hace a la tierra mudar su aspecto.
Y no digamos en primavera, cuando las nubes pasan de grises a blancas, o el sol se asoma entre las brumas, o cae un aguacero al norte mientras brilla la luz del sol en el oeste. Por su parte, el verde del cereal aprovecha para reflejar los matices más diversos. El ciclista se queda atónito ante un paisaje tan cambiante y no entiende por qué se dice de esta tierra que es fea, triste, apagada, gris, anodina…
Precisamente los atardeceres más asombrosos son los que ofrece esta tierra desde el balcón de Urueña.
Las fotografías corresponden al día 26 del pasado mes de abril, se tomaron a media tarde entre Villacid y Villalón. Los aguaceros nos amenazaron hasta que uno cayó sobre nosotros. Duró sólo 15 minutos y, como hacía viento, pasados otros quince minutos estábamos secos.
Después del aguacero el cielo se fue abiendo por completo; sólo quedaron algunas nubes despistadas.
