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Por San Román y la rivera de Campeán

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(Viene de la entrada anterior) Hemos subido desde la central del Porvenir, en la orilla del Duero (600 m) hasta la Cruz Chiquitita (772 m).

San Román de los Infantes.

Lo primero que nos encontramos es el camposanto, muy pequeño, que tiene una sencilla tapia y una entrada coronada por una cruz en la que se almacenan los líquenes del tiempo.  Curiosamente, es una antesala de lo que será el pueblo: por sus dimensiones, por el tipo de piedra y… por su abandono y tranquilidad. Bajamos hacia el pueblo, que está como oculto en un pequeño valle.

Camposanto

Paramos en la iglesia, que posee una sencilla espadaña y un pórtico con dos arcos. Tenemos una fuerte sensación de estar en otro país, en otra comarca, casi en otro mundo. Efectivamente, los arribes lo cambian todo, es cierto: desde Soria todos los pueblos de la ribera del Duero son de caliza y barro, predominando uno de estos dos elementos. Aquí han desaparecido ambos y, en su lugar, aparece un tipo de construcción diferente, formados por  esquistos de color gris oscuro entre los que se alternan cantos blancos y restos de desecho de cerámica roja o anaranjada. Impresiona este cambio tan notable y repentino, de una belleza fuerte y recia, como la de los arribes.

Otra curiosa sensación: no hay nadie en el pueblo, pero algo nos está mirando. Efectivamente, tras una gatera de una puerta cercana, descubrimos la cabeza con los ojos atentos de un gato. ¿Será el único habitante? Nos damos una vuelta por el pueblo y no encontramos un alma. Todas las casas están cerradas a cal y canto y –salvo dos o tres- parecen abandonadas. Descubrimos tres perros que nos saludan a ladridos cerca de un corral vacío; no conseguimos ver ni rebaño ni pastor.

Tenadas a la salida de San Román

Se me ocurre que podemos hacer una próxima entrada con algunas fotos del pueblo, para no cargar más la presente, que podría alargarse…

El camino no se distingue del prado

Y nos vamos hacia el sur por la calle Mayor, que sin duda será la mayor y más digna, pero enseguida se transforma en un camino con casas y corrales a los dados inundado de maleza. Poco después se abre al valle del propio pueblo y descubrimos un arroyo. Durante más de un kilómetro el camino es una larga pradera de hierba húmeda y verde: por él, últimamente, no han cruzado ni siquiera los rebaños de ganado… Así está el lugar de abandonado y solitario.

Rivera de Campeán

Acabamos por salir a la carretera. Tenemos que rehacer nuestra ruta e intentar acortarla, pues el sol anuncia que pronto se ocultará, y rodar a oscuras por estos lares puede ser un tanto peligroso. Además, sabemos que el trayecto es  un auténtico rompepiernas hasta llegar a la meta. Con lo que no contábamos es con las puertas del campo candadas, así que no tuvimos más remedio que saltar alguna; otras se encontraban abiertas. No lo acabamos entender en una época del año en la que el ganado no puede estar al raso porque se muere de frío…

Paredes en la rivera

Sea como fuere, lo cierto es que cruzamos la hermosa rivera de Campeán por zonas de riscos, paredes, prados y fuertes cuestas. Pero mereció la pena. Fue, por así decirlo, la despedida de esta comarca del Sayago. La bajada discurrió por una especie de cañada, con buen pasto, y la subida por un camino de pendiente relativamente suave. Al cruzar el puente de la rivera pudimos contempla algunas buitreras en una pared vertical.

Ondulaciones al salir del cauce rivereño

Acabamos saliendo a la dehesa de Valcamín: ¡otra preciosidad formada por praderas y encinas centenarias! Ahora el firme es excelente e incluso cuesta abajo, lo que nos permite descansar y contemplar el paisaje; el sol se sitúa ya en la línea del horizonte. Para que no todo sea pura naturaleza, cruzamos junto a dos enormes huertos fotovoltaicos.

Y Carrascal

Sólo nos queda atravesar el arroyo que lame el Castro de las Pajarrancas, que ya conocíamos y acabamos entrando en Carrascal desde el sur, dejándonos caer cuesta abajo. A través de la espadaña de la iglesia de la Asunción, nos saluda la luna.

Ha terminado la excursión de hoy a través de una comarca un tanto desconocida y, tal vez por eso, más atractiva. Nos hubiera gustado probar –sobre todo en este momento, cuando estamos bien asendereados- el típico moje de peces de Carrascal, para conocer el sabor del Duero, pero no hay bares ni tiendas. Así que nos quedamos con las ganas. ¿Para otro día?

 

 


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