Quintanilla de Onésimo se asienta entre la orilla izquierda del Duero y las laderas del páramo. Lo mismo ocurre con Olivares de Duero, que se encuentra en la orilla derecha. Sólo les separa el río y les une un puente.
Esta vez, nuestro primer objetivo fueron las Tres Matas, tres enormes encinas que se distinguían perfectamente desde Quintanilla, pues estaban asentadas justo en el cerral. Puede decirse que formaban parte de la identidad quintanillera. Sí, he escrito que se distinguían. O sea… ¿que ya no?
Ya no. La primera mata –que era la más grande- se encontraba en el extremo este. Fue derribada por un rayo a finales del siglo pasado. Aún podemos ver su tronco chamuscado, pero no se corresponde con lo que fue en su día. Luego nos falta una y quedan dos.
Pues bien, las otras dos hoy apenas resaltan desde el valle a causa de la maleza y –sobre todo- de los pinos de Alepo plantados alrededor. Bien es verdad que seguramente acabaran siendo talados, como ya se hizo hace varios años.
La del medio es una señora encina. Se asemeja a un gran surtidor vivo y protector, pues distribuye sus ramas al aire, que luego caen hacia el suelo, vencidas por su propio peso. Preciosa imagen que reconforta a quien la mira. Aunque más reconfortante aún es la sombra de su copa en plena canícula, porque a la frescura que crea se une la brisa que siempre hay en este punto, por sofocante que sea la jornada, pues precisamente en el cerral, se junta el aire del valle y el páramo que, por tener diferente temperatura provocan un ligero airecillo. Al menos eso me dijeron dos quintanilleros.
Y la tercera Mata, al oeste, es una encina normal. Vista la otra, ésta no llama la atención.
El paraje es un perfecto mirador sobre Quintanilla y el valle. La caliza sobresale aquí formando un poyo adecuado para el reposo. Lástima los pinos que si no dejan ver las matas desde abajo, desde arriba hacen igualmente imperfecto el viso. Se completa el conjunto con un chozo de pastor nuevo y un vértice geodésico.
Hemos subido a las Tres Matas tranquilamente, por la carretera. Otra posibilidad –sobre todo si vamos caminando- es subir directamente por la cañada de Matacara, de buena pendiente.
Pico Cuadro y otros miradores
De allí nos fuimos, bordeando el páramo primero y luego tomando el camino del Corral del Tío Cosme hasta el Pico Cuadro. Aquí el paisaje se dejaba ver un poco mejor: como el suelo es casi todo él de pura caliza, los pinos estaban raquíticos y espaciados, abriendo luz suficiente para contemplar el valle bastante bien. A pesar de la calima, se divisan las puertas del Duero, entre las cuestas de La Parrilla y las Mamblas; incluso se percibe, más al fondo, el faldeo de los Torozos. ¡Qué bueno sería, aquí y en otros páramos, desmochar algunos cerrales para crear miradores! Por otra parte, estos pinos han sido plantados hace relativamente poco –a mediados y finales del pasado siglo- para sostener las laderas. Antes se veían blancas, por el yeso.
Comprobamos que la fuente de Carrecuéllar estaba seca y nos paramos de nuevo en la raya de las Quintanillas, en el pico Rachado, justo sobre la cañada de Villacreces que atraviesa por aquí buscando el bebedero del Duero.
Valdelascuevas
Nos hubiera gustado asomarnos también en el mirador del pico del Castro, pero aún no había entrado la cosechadora, de manera que lo dejamos para mejor ocasión.
La bajada fue por Valdelascuevas, vallejo desde el que se dejan ver perfectamente los cortes verticales del páramo, las propias cuevas en la caliza y las múltiples y simpáticas viseras que igualmente forman. Pero volveremos.
Bordeamos los Tajones y subimos al páramo de nuevo, esta vez por Valdemuertos y entre viñedos. Pasamos por unas modernas bodegas. Más arriba, en el arroyo, bebía una corza que salió corriendo en cuanto me vio, a unos 100 metros. Al llegar yo al punto donde bebía, salió una cría en dirección distinta, pero ladrando consiguió que la madre se reuniera con ella.
Llegué a la fuente de Ontanillas, donde pululaban y bebían cientos de abejas. Yo también bebí sin molestarlas y me refresqué como pude. Y, por supuesto, hice caso al cartelito de madera: No ensucies la fuente donde has apagado tu sed. ¡Faltaría más!
El carrascal y la bajada final
La fuente está a un paso del ras del páramo, lo cual no es óbice para que tenga abundante agua. Enseguida nos metimos en el Carrascal y montes aledaños. Parecía como si todas las cigarras del mundo se hubieran puesto de acuerdo para cantar a la vez. El ruido, ensordecedor, lo embargaba todo. Era como si les quedase muy poco para morir y aprovecharan los últimos instantes. Terrible. Como para volverse loco. Tal vez, impelidas por un atávico instinto, sólo anunciaban la tormenta que estalló unas horas más tarde. Incluso hubo alguna que se dejó fotografiar, lo que no es muy habitual.
También intentamos seguir la cañada merinera que viene de Peñafiel, pero no lo conseguimos. Como pasa por medio del monte y no está amojonada, era imposible distinguirla. Pero el monte era nuestro… y de las cigarras.
Bajamos por el camino de las Dehesas que pasa junto al cementerio y acabé por entrar en él. No era la primera vez que lo pisaba, sin embargo distinguí algo que me sorprendió y conmovió: a la derecha, nada más entrar, un cementerio de niños. Las tumbas eran muy pequeñas, alguna casi del tamaño –y forma- de una caja de zapatos. Casi todas con flores. Me senté en el poyo que hay frente a la entrada y estuve un rato hablando con esas almas puras, o sea, rezando. La vida es un misterio y uno no comprende por qué algunos se van tan pronto: tal vez para ser los ángeles protectores de Quintanilla y sus gentes.