El sol se levanta sobre el valle de Olid. No hay nubes. Hace fresco, pero sin duda hará un buen día. En Mucientes el sol que acaba de nacer va desapareciendo y el ambiente se torna gris; una luz mortecina invade el aire. Subiendo al páramo, la niebla se derrama voluptuosa por la ladera desde el cerral. Y ya arriba todo es de un gris más cerrado, oscuro casi. Pero no hace frío, se puede aguantar con ropa ligera e incluso en manga corta los más valientes. Sin embargo, el paisaje es invernal y las siluetas de las encinas recuerdan los meses de diciembre o febrero. Menos mal que las amapolas, el lino blanco y la salvia nos dicen claramente que estamos al final de la primavera.
Alcanzamos la linde del monte y, por el momento, preferimos seguirla, no sea que entre la niebla y el arcabuco nos despistemos, o acabemos cayendo en una zona tupida e intrincada, que nunca se sabe. El sol hace esfuerzos por salir, y por momentos nos parece ver jirones de cielo azul. La niebla resiste.
¡Vaya! Un campo de adormideras en un gran claro del monte. Luego, plantas forrajeras y garbanzales. Las nubes y el sol siguen luchando a brazo partido. Ahora la niebla se eleva sobre nuestras cabezas, pero no quiere irse. Pasamos por dos grandes balsas antes de aparecer en las casas arruinadas del Paramillo, en la carretera de Mucientes a Villalba.
Nos introducimos en el monte, precisamente por la raya de las dos localidades citadas. Una valla señala la zona destinada a ganado, vacuno, al parecer. El monte es denso pero las encinas y robles no son grandes. Nos metemos en el monte de Villalba y nos da la impresión de estar solos y perdidos. El suelo aun está verde, las flores son abundantes. Y los robles y encinas no están cortados por el mismo patrón: altos, bajos, corpulentos, olivados, entre el verde claro y el amarillo oscuro… Ahora, por fin, parece dominar el sol; las nubes se van diluyendo con los rayos tenaces del astro rey.
Vamos poniendo rumbo a Mucientes. Salimos del monte -el cielo ya es todo azul- y comienza la cuesta abajo. Una cuesta larga -con alguna pequeña subidilla a modo de alegre tobogán- que llega casi hasta Mucientes. Los campos están todavía verdes porque abunda el trigo.
Y como la excursión nos ha sabido a poco, subimos al pequeño altozano que domina el pueblo y sobre el que se asentó el castillo, cuyas ruinas comentan lo que debió ser la historia de estas tierras. Hoy ya solo son un mirador privilegiado sobre el caserío presidido por la torre de la iglesia y los valles que lo rodean. Lo que no es poco.