Seguimos recorriendo los pinares y campos cercanos al río Adaja.
Esta vez salimos de Ataquines rumbo a San Pablo por un camino ancho paralelo a la vía del ferrocarril. Los campos rezumaban agua: cruzamos por uno de ellos para acercarnos a un lavajo surgido de manera espontánea gracias a las lluvias y a punto estuvimos de hundirnos con las bicis y todo, casi como si fueran arenas movedizas. Pero lo peor no fue esto: un ventarrón fortísimo nos daba de costado y, una y otra vez, intentaba tirarnos a la cuneta, y poco le faltó para conseguirlo. De todas formas, daba gusto contemplar el paisaje, con agua por todas partes después de un largo periodo de sequía, y con la sierra al fondo, blanca de nieve.
San Pablo de la Moraleja
En San Pablo recalamos en el lugar donde aún se yerguen, obstinados, los restos de lo que fue el monasterio que dio origen a la localidad. No sabemos a qué se refiere el término Moraleja -¿a un moral, tal vez?- pero el de San Pablo está claro: al convento dedicado precisamente a la Conversión de San Pablo. El primer convento de Carmelitas Calzados se levantó aquí hacia 1315; las ruinas corresponden a otro que data de los siglos XVI y XVII, que duró hasta mediados del XIX en que fue desamortizado. Podemos ver todavía la portada, una espadaña, la nave del templo con paredes, parte de la torre con su escalera interior y parte de lo que fue otra nave, a juzgar por los restos de un ábside semicircular, todo en ladrillo con algunos zócalos de piedra. Nada queda del claustro, si bien se adivina donde se levantó.
Además, contaba con una capilla dedicada a la Virgen de la Soterraña ¿tal vez el inicio del convento?, con bodega y un molino sobre el Adaja, a legua y media. El conjunto, con las ruinas sobre humedales –hoy de un verde reluciente- y con las nubes de distintas tonalidades cambiando de forma a causa del viento, impresionaba.
Lavajos y pinares
Continuamos hacia el pinar pasando junto a otros humedales con sus charcos y por el lavajo de Sacaperal. Ya en el monte, un rebaño de ganado vacuno y caprino nos pasó por delante y los perros se acercaron a saludarnos. Más tarde, tres corzos también cruzaron nuestro camino unos metros por delante. Como el tiempo está inestable, nos van cayendo distintos chaparrones, pero el viento esta vez se porta y nos seca.
Bajamos hasta el Adaja en el vado de Don Hierro y volvimos hacia arriba por el mismo camino. Finalmente, salimos del pinar a campos de labor. ¡Y allí estaba esperándonos de nuevo el vendaval! Así que, a luchar contra él. Llegamos a una laguna junto al ferrocarril que es donde nace la Agudilla; intentamos seguir por la lengua del humedal –hierba rala, tierra salinizada y dura, con charcos- hasta el apeadero de Palacios de Goda pero tuvimos que abandonarlo y nos hundimos de nuevo en tierra tan empapada. Al otro lado del apeadero, tras la vía, otro lavajo ha renacido. Menos mal que los tres kilómetros que nos separaban del pueblo estaban asfaltados. Eso sí, tardamos media hora, pues era muy esforzado avanzar en contra del viento.
En Palacios nos recibió una escultura moderna de un toro de lidia. Pero lo que más nos llamó la atención fue la ermita de la Virgen, por dos detalles: su advocación, de la Fonsgriega, o sea, de la fuente griega, y su portada, con generosas jambas y dintel en sillería de granito.
Los fantasmas de Honquilana
Al fondo se distingue y nos espera la puntiaguda torre de Ataquines, así que tomamos el camino de Santiago de Levante. No sdetenemos en Honquilana: hacía mucho tiempo que no estábamos en este olvidado lugar, que fue un pueblo, ahora es un montón de barro y mañana ya no se reconocerá ni existirá, y será un campo más de los muchos que se extienden entre Medina y Arévalo. Por si fuera poco, el cielo se oscureció por el oeste, delante del sol, y los montones de barro parecían retazos perdidos de supuestos fantasmas en pena. Menos mal que nos queda la fuente del Caño, con su frontal triangular y su sencilla pila en granito de una pieza, aunque no por mucho tiempo pues está siendo devorada por la maleza. Seguramente dio origen al pueblo y lleva su antiguo nombre: Fons Aquilana. A sus pies, una charca enfangada y, un poco más abajo, un lavajo en el centro de una pequeña pradera, suficiente para crear un entorno vivo, agradable y pastoril.
Los ataquines
Con cierto espanto, vemos cómo la nube negra viene hasta nosotros: un airón revuelto la anuncia y una inmensa cortina de lluvia se acerca casi de repente y nos envuelve. De manera que el agua helada, impelida por el viento huracanado, nos castiga duramente y llega a hacerse insoportable. Pero no hay mal que cien años dure y cuando llegamos a Ataquines, brilla de nuevo un sol que nos seca. Luce tanto en un ambiente tan limpio que los ataquines parecen de ayer, como recién esculpidos, ingenuos en un mundo viejo y tormentoso.
El paseo termina junto a la iglesia, donde se han aprovechado como bancos losas de antiguas sepulturas. Es el tributo que viejos nobles pagan aquí a los traseros modernos, y sin quejarse. Aquí dejo el recorrido -casi 34 km- en en Wikiloc según Durius Aquae.