
Las tierras se encuentran secas, agostadas. Parece que todo el suelo –en montes, caminos, rastrojeras e incluso praderas- estuviera cubierto de un polvo blanquecino y brillante ante un sol que no deja de calentar a pesar de que pronto estaremos en otoño. Y aunque en Valladolid caían rayos y trombas de agua, en las estribaciones de la sierra de Ávila todo seguía así, como en pleno verano, salvo la temperatura, que era algo más benigna.

Por la cañada leonesa, «saliendo» de la Moraña
Nos acercamos a la sierra desde San Pedro del Arroyo, que se levanta en los límites meridionales de la Moraña y, gracias a la cañada real leonesa occidental, nos fuimos introduciendo en montes de encina y granito, acompañados con frecuencia por la mirada curiosa de alguna vaca o ternero.
El sol brillaba y la tierra lo reflejaba con ganas. A lo lejos, nos parecía que alguna nube estaba descargando. La cañada fue pradera en invierno y primavera, e incluso conservaba en algún punto un charco maloliente de lo que hace meses fue laguna. Fuimos pasando entre tierras de labor ya levantadas y rastrojeras en las que pastaba el ganado.

…y «entrando» en la sierra
Por fin, empezamos a rodas entre bolos de granito y grandes encinas, cruzando junto a las ruinas de algún caserío antiguo y viejos abrevaderos que dejaron de cumplir su cometido. Aunque todo parecía seco y agotado, algunas escobas mantenían su color verde. Tanto granito nos llama la atención a nosotros, habitantes del centro de la meseta. Los corrales y lindones están hechos de anchos hincones de esta piedra y, en general, la arquitectura popular parece como muy pesada y fuerte, todo tiene aspecto de cierta fortaleza a pesar de su sencillez.

Encinas y cantos
Así, aparecimos en Altamiros, que se encontraba lleno de veraneantes. Pueblo de piedra en el que personas y vacas se entremezclaban sin mayores complicaciones. Seguimos la cañada real hasta las Casas del Hambre, lugar donde nuestra vía pecuaria se cruza con la cañada real soriana occidental y de aquí rodamos hasta las Casas del Cid, que fue el punto más al sur de nuestro recorrido.

Altamiros
Tras cruzar de nuevo la Soriana y más tarde un barranco, atravesamos la dehesa de Iván Grande –piedras, vacas y menos encinas- hasta caer en Bularros, punto de descanso. Pasamos por su cementerio, alejado del pueblo, que mantiene la espadaña de una vieja iglesia. Y ya, en caída casi libre y empujados por el viento del sur cruzamos por Villaverde: internet dice que tiene un habitante, pero no lo vimos, y sí vimos mucho gatos y oímos el canto de un gallo. También posee una preciosa fuente abrevadero y un montón de casas que pronto serán ruina completa.

Villaverde
El viento y la gravedad nos seguían empujando por el valle del arroyo Aldeanueva cuando atravesamos Muñoverros y aparecimos en Aveinte. Desde aquí, cruzando la vía varias veces, nos acercamos a la iglesia de San Pedro junto a la villa romana del Vergel. Y ya estábamos de vuelta.
Este fue el recorrido, de unos 43 km.
