Eso ha sido el sencillo paseo de hace unos días. Pinariego y, también, riberiego. Y otoñal, claro. Por las cercanías de Valladolid.
El día se despertó tranquilo y fresco. Al parecer, había helado en algunos puntos de la provincia. Pero conforme el sol se elevaba, el ambiente se iba calentando, al igual de los ciclistas que nos movíamos por él. Y se agradecía.
Los pinares se presentaban luminosos, limpios. Las agujas parecían tener un color verde recién pintado, al igual que la corteza de los pinos. Al lado, matas de encina con su típico verde grisáceo también adornaban el monte. No quedaban ya plantas con flores de ningún tipo, salvo algunos abrojos que pintaban el suelo de amarillo y… ¡de mucho miedo para los ciclistas! Eso sí, había hierba verde de las recientes lluvias, que se ha mantenido gracias al fresco y al rocío. Setas, ni una, salvo un corrillo de lepiotas ya secas.
Por su parte, las riberas estaban de un verde apagado y algunos chopos y fresnos se empezaban a vestir de amarillo. Pero para rato, aun predomina el verde. Algunas salicarias todavía florecían en las orillas. Las aguas –Pisuerga y, sobre todo, Duero- estaban tranquilas y transparentes, debido seguramente a la ausencia de lluvias y al descenso de temperatura.
En Puente Duero descubrimos –durante unos breves kilómetros- algunos senderos nuevos entre escobas, pinos y matas de encina. A Dios gracias, sin demasiada arena. Y por la ribera izquierda del Duero, entre Pesqueruela y las tierras de Puente Duero, otros senderos que hace pocos años no existían.