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Apaches y trashumantes merineros

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En estas páginas no suelo dar cuenta de lecturas, salvo que haya pasado tiempo sin andar en bici por lesión o se trate de un libro muy interesante. Pues se trata de esto último. En estos días de vacaciones he podido leer un libro excepcional: Ahora me rindo y eso es todo, del mexicano Álvaro Enrigue. Narra la historia -yo diría que de manera apasionada pero sin faltar a la verdad- del exterminio de los últimos apaches chiricahuas, tal vez el más famoso de ellos sea el indio Gerónimo. Antes llegaron otras tribus que se retiraron, luego los españoles que se encontraron con un pueblo indómito al que solo en parte sometieron. Después, los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente adonde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados.

Enrigue cuenta cómo conocían palmo a palmo todo su inmenso territorio, la Apachería (Arizona, Nuevo México, Sonora, Chihuahua), donde eran invencibles. Se escabullían como por arte de magia, sin dejar rastro. Se desplazaban a más velocidad que cualquier caballería conocida. Si se puede hablar así, se habían hecho uno con la tierra, con su tierra.

Muria o mojón que separa Luna de Omaña, en el cordel de merinas. Allí, Luna.

Cuando esto leía, rodaba por cañadas y cordeles hollados durante siglos por nuestros pastores trashumantes merineros. Largos cordeles que salen de los puertos de Babia, cruzan los valles del Luna y del Omaña salvando puertos que casi nadie se atreve hoy a transitar y cresteando montañas alomadas que hoy se encuentran perdidas en el paisaje, además de tristes y vacías. Tan perdidas como las montañas de Arizona sin aquellos apaches. Al menos los pastores también hicieron a España, como recuerda Sánchez Albornoz. La fuerza indómita de los chihuahuas, sin embargo, se ha perdido definitivamente para América.

Atravesando el robledal de los Frailes

Al fin, los mexicanos los dejaron relativamente tranquilos, pero si tenían oportunidad, les disparaban un tiro por la espalda sin mayores contemplaciones. Los gringos acabaron entrando en territorio mexicano para llevárselos definitivamente y exhibirlos como animales en las grandes ciudades y exposiciones, lo cual es todavía peor porque supuso arrancarles su dignidad. Y es que, resalta Enrigue, los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad.

Omaña desde el campar de la Ermita

Todo eso también me recordaba la dignidad de nuestros merineros que, para alimentar a su familia, para contribuir al bien de sus pueblos de montaña hacían esos largos recorridos lejos, precisamente de sus seres queridos, se pasaban el largo invierno en las dehesas del sur y formaban una comunidad increíblemente unida y solidaria para trabajos comunes, atención de enfermos y sus familias, sostenimiento de todos. Eso sin hablar de otras instituciones como la Universidad de la Montaña que solo pudieron surgir en sitios aparentemente inhóspitos -desde el punto de vista del territorio- como los pastoriles. Uno de los protagonistas de la novela, teniente gringo, piensa que, admitiendo la superioridad general de los hábitos de los europeos, los indios vivían más, eran jinetes más diestros y soldados más resistentes; eran padres, hijos, abuelos espléndidos; no recordaba haber visto nunca un apache acobardándose en la hora del combate; su capacidad para sacrificarse por el bien de la mayoría era cuando menos admirable.

El cordel se mantiene por las cimas

Todo esto me bullía por dentro cuando cruzaba en solitario, entre robles raquíticos y peñascos negros, por el collado del monte de los Frailes, el campar de la Ermita, la braña de la Urz y el alto del Camparón, es decir, por el cordel de las merinas que domina el ancho valle de Omaña. Los pastores que por aquí cruzaban, luego pasarían por Medina de Rioseco, Simancas, Tordesillas, Medina del Campo…

Al final, llegué al río Omaña donde me esperaba un amigo buscando oro, cerca de las médulas que también hubo aquí. Pero esto daría para otro artículo. De momento, aquí dejo el trayecto.

* * *

El libro de Enrigue -en parte novela, en parte historia- está escrito en un castellano (los apaches decían hablar castilla) recio y sabroso, lleno de términos mexicanos; no sobra ni falta ninguna palabra porque no se queda en la forma, sino que llega mucho más lejos, al mensaje puro, rebosante de contenido. Una joya.


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