Viene de la entrada anterior; estamos en el páramo entre Quintanilla de Arriba y Langayo.
Langayo
Después de rodar por una cañada bajamos del páramo hasta Langayo por el camino de Quintanilla, dejando a la derecha los restos de una vieja fuente cegada que ya no está en uso. Las ruedas resbalaban en el barro haciendo extraños pero los ojos se iban a la figura del pueblo, apiñado en un cerro más o menos cónico en torno a la iglesia de san Pedro, que enarbola una recia torre señalando al infinito. La iglesia dispone de una excelente balconada desde la que se contemplan las laderas y los valles que se unen a los pies del cerro. Además, es una viejísima población de origen celta -conforme indica su nombre- si bien pertenece, desde la reconquista, a la Tierra de Peñafiel.
Entramos en Langayo por el este para ir contemplando las cuevas que en otro tiempo fueron bodegas. Unas se veían desnudas, otras con las puertas, dinteles y bóvedas todavía en pie. Pero también pudimos comprobar la abundancia de agua en este valle: además de los arroyos de Oreja y Fuente la Peña, una fuente nos recibió al pie del cerro, y varias arcas y pozos se divisaban desde diferentes balconadas. Ya al salir, pasamos junto a las fuentes de Miriel -cerca de otras antiguas cuevas- y de Valdemanco, que aprovecha el agua que rezuma de una extensa terraza donde aflora la caliza.
Siendo todo hermoso en este valle perdido entre páramos, por donde es difícil pasar si uno no se lo propone expresamente, hay algo muy triste: los restos de la vieja Olma, que marca el límite del término municipal. Lo ponemos así, con mayúscula, pues se trata de un árbol querido por los langayenses, que ha visto y presidido su vida e historia a lo largo de los siglos hasta… finales de los años ochenta del siglo pasado en que se secó; años más tarde fue quemado, ya en el tercer milenio cayó y hoy es un pobre tronco mutilado que se va pudriendo, junto a la carretera, a la vista de todos. Su entrañable figura ha sido incluida en el escudo de la localidad. Hoy parece un viejo luchador abandonado por los suyos tras realizar grandes hazañas. Cuando ves algo así te preguntas: ¿y para qué queremos 17 consejerías de medio ambiente que no han sido capaces de salvar esta joya ni ninguna otra de nuestras emblemáticas olmas?
Manzanillo
Muy cerca de donde acaba el páramo, cortado por el Duero y por el arroyo de Fuente de la Peña, que baja a contramano, se levanta Manzanillo. Antes de entrar en el pueblo por la calle de Cantarranas, no hemos resistido la tentación de subir a una colina de caliza, cuyo último tramo se rompe en enormes piedras, y que se levanta frente al pueblo, junto al camino que viene de Molpeceres. Es otro mirador para contemplar el valle y las motas y cabezos en los que se deshace la paramera y, por supuesto, Manzanillo.
Cruzado el caserío enfilamos el Duero pasando por el Ojuelo entre el pico Castro -del que también parecen desprenderse grandes piedras calizas- y el teso de Castromediano. Al fondo, iluminado por uno de los claros que se han abierto a última hora de la tarde, se levanta sobre su cerro el castillo de Peñafiel.
De nuevo el Duero
Y entramos de nuevo en los dominios del Duero, aunque nunca llegamos a salir del todo. Vemos Padilla con su iglesia que se levanta tras un prado inundado gracias a las últimas lluvias. Seguimos adelante cruzando el pueblo y bordeando su pinar. Vemos unas excavaciones nuevas que sacan a la luz los cimientos de una construcción y, cuando queremos darnos cuenta, estamos en la Senda del Duero.
El sol, entre nubes y árboles de la otra orilla, nos hace ahora guiños después de una tarde en la que casi no le hemos vistos. Pero ya es demasiado tarde, pues no tiene fuerza para calentar y notamos más el frío del viento y eso que la vegetación y los taludes de la ribera lo amortiguan bastante.
Entre el pueblo y el río, una fuente de amplio pilón cuadrado nos recibe. Hemos terminado la excursión después de recorrer unos 43 km por valles, páramos, navas, montes y cerros. ¿Habrá sol y ausencia de viento en la próxima?